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Cavani, Neymar y el grupo humano





21 septiembre, 2017
Columnistas Pelota al medio

Desde hace varias décadas los jugadores de fútbol justifican los éxitos logrados por el equipo en el que militan, con una frase contundente que suena muy bien. “Formamos un excelente grupo humano”, afirman cómo símbolo de la unidad forjada por la convivencia diaria.

Dante Panzeri (1921 – 1978), periodista argentino a quién he citado en columnas anteriores, reaccionaba contra esta afirmación escribiendo que “el problema común del jugador de fútbol de este profesionalismo que más que fútbol profesional parece una fábrica de hipócritas silenciosos, son las declaraciones con las que engañan a los aficionados. En el fútbol el grupo humano es un verdadero grupo”.[1]

Lo de “verdadero grupo” está referido a la acepción de la palabra ”grupo” en el lunfardo porteño de Buenos Aires, para el cual “grupo”  es sinónimo de “mentira”.

Antiguamente –afirmaría que hasta la década del setenta- en nuestro país de muy escasa población, se producía en este deporte un episodio curioso que se definía con una frase: todos los uruguayos sabemos de fútbol.

Sabíamos de fútbol porque desde la niñez, en cualquier campito del interior de nuestro país o en las calles y baldíos aledaños de los barrios montevideanos, la gran diversión de los niños, adolescentes, muchachos y mayores, era jugar al fútbol. Aquel fútbol de botijas, sin orden, utilizando el cordón de la vereda para hacer una pared y definiendo los límites de la cancha con las líneas de alquitrán de los paños del hormigón, se convertía en escuela de la vida.

¿Por qué?

Porque desde gurises, jugando al fútbol callejero o de campito cada uno de los actores recibía lecciones que ayudaban a formar la personalidad individual. Comprendíamos que hay mejores (los que jugaban muy bien) y peores (los patas duras como yo). Que los mejores puteaban a los peores si un error cometido por estos terminaba en gol del rival. Y a veces también los amenazaban con pegarles. Que los mejores de los equipos que se enfrentaban se sacaban chispas por demostrar superioridad. Que la rebeldía terminaba –casi siempre- a las trompadas. Aprendíamos a perder, que es mucho más difícil que saber ganar. Surgían las vanidades que competían entre los que jugaban muy bien y entre los más temperamentales que suplían con fortaleza anímica la menor capacidad para jugar. Brotaban los celos en el intento de ser el mejor de todos, construyéndose por esa vía el líder, el caudillo al que unos seguían con admiración y otros odiaban con pasión, porque querían ocupar ese lugar. Inevitablemente se formaban núcleos de afinidades entre muchachos de diverso tipo que culminaba en la amistad. Luego, en el transcurso de la vida, esta experiencia nos ayudaba a comprender que todas esas manifestaciones también se producían en todas las actividades donde los jóvenes sentíamos recíprocamente la asistencia de unos para con otros. En la escuela, en el fútbol, en el barrio, en el liceo, en la universidad, en el trabajo, en la política, etc.  Las llamábamos “camarillas”.

Todos esos elementos que formaban un cóctel explosivo y que aprehendíamos en nuestra niñez y adolescencia, fueron antes, siguen siendo hoy y lo serán en el futuro, la verdad oculta de la vida interior de todos los equipos de fútbol del mundo. Desde los más insignificantes hasta los galácticos. En todos existieron, existen y existirán las “camarillas” –como se definían antiguamente-, que chocan permanentemente entre sí con mayor o menor intensidad según sea el resultado del partido o del campeonato en disputa.

Es curioso que cuando un equipo consigue el éxito, las declaraciones “for export” destaquen “el grupo humano que se ha logrado”. Y cuando la derrota se hace presente surjan a la luz pública los rumores de las divisiones y enfrentamientos. Ambas son mentiras piadosas. Parafraseando a Joaquín Sabina puede asegurarse que como sucede en la vida, del cual el fútbol forma parte, “conviene a veces mentir porque ciertos engaños son narcóticos contra” la realidad que no resulta interesante conocer.

No es un secreto para quienes nos inclinamos a estudiar la historia de nuestro fútbol, que en uno de los equipos más famosos del pasado y con récords aún vigentes, la lucha de “las camarillas” llevó a que los integrantes de ellas sólo se pasaban la pelota entre los de la misma facción. ¡Y no se hablaban con los de la otra! Esto ocurrió en “La Máquina” de Peñarol de 1949 ganador invicto de los tres torneos del año: Copa Competencia, Copa de Honor y Campeonato Uruguayo. ¡La base de los jugadores de Uruguay campeón del mundo de 1950 y el “casi” campeón de 1954, estaban enfrentados entre sí!

Lo expuesto pretende llegar a la conclusión de que el enfrentamiento entre Edinson Cavani y el brasileño Neymar es algo normal, que se repite diariamente no solamente en los partidos con público, sino también en las prácticas a puertas cerradas. Así de simple. Se potencian y se multiplican al extremo de que se comente el episodio en el mundo entero, como consecuencia de la exposición mediática que hoy tiene el fútbol convertido en el deporte más importante del planeta y, después de la venta de armas y medicamentos, en la actividad donde se mueve más dinero en nuestra tierra cada día más afectada por la respuesta de la naturaleza ante los ataques de los seres humanos.

[1] Dante Panzeri. Fútbol dinámica de lo impensado. Buenos Aires. Editorial Mundo Moderno Paidos. 1967:111.