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Los jugadores, Nacional, Peñarol y el juez, no merecían un final así




La imagen es de 1904. Fue tomada en el Parque Central de entonces, sin tribunas, cuando los hinchas observaban los partidos de pie. Obsérvese casi en primer plano a una señora muy bien vestida y a los hombres, la forma en cómo asistían. Vestidos de traje, camisa, corbata y sombreros. Todos mezclados. Los hinchas de Nacional con los de Peñarol. Esta imagen se repitió en el fútbol uruguayo durante todo el siglo XX.  


15 junio, 2015
Columnistas Pelota al medio

Reflexiones sobre el “nuevo” estallido de violencia que, por más promesas que se realizan de que se pondrá coto definitivo al tema, continúa vigente y en aumento.

 

La imagen es de 1904. Fue tomada en el Parque Central de entonces, sin tribunas, cuando los hinchas observaban los partidos de pie. Obsérvese casi en primer plano a una señora muy bien vestida y a los hombres, la forma en cómo asistían. Vestidos de traje, camisa, corbata y sombreros. Todos mezclados. Los hinchas de Nacional con los de Peñarol. Esta imagen se repitió en el fútbol uruguayo durante todo el siglo XX.  

La imagen es de 1904. Fue tomada en el Parque Central de entonces, sin tribunas, cuando los hinchas observaban los partidos de pie. Obsérvese casi en primer plano a una señora muy bien vestida y a los hombres, la forma en cómo asistían. Vestidos de traje, camisa, corbata y sombreros. Todos mezclados. Los hinchas de Nacional con los de Peñarol. Esta imagen se repitió en el fútbol uruguayo durante todo el siglo XX. Tampoco existía el “alambrado olímpico”. Apenas una cuerda separaba a los hinchas de la cancha.

Desde niño mi padre siempre me llevó al fútbol. Vicepresidente de la Comisión Nacional de Educación Física, el recuerdo de los primeros partidos los tengo desde la privilegiada posición del Palco Oficial. Después cambió la mano. La etapa inmediata la recuerdo desde “la talú” mirando el partido parado, cuando el talud era –efectivamente- un talud de césped en desnivel, que cubría un montículo de mayor a menor. La capacidad era de 7.000 personas de pie en cada uno. Recorrí todas las “canchas chicas”, siempre con mi “viejo”, atraídos por la pasión de este deporte maravilloso.

Junto a él nos “colamos” en la famosa final de la Primera B, entre La Luz y River Plate en la cancha de Aire Puros, en 1967. Una hora antes se vendieron todas las entradas y cerraron las puertas. Miles de personas se “subieron” a la montañita pelada que está detrás de la cancha. Hoy, allí, está construido el “40 semanas”. Cientos de personas –entre las que estábamos mi viejo y yo- desafiamos a la Guardia República y armamos el operativo. Dos coraceros se paseaban en largo de la cancha –digamos la Tribuna Olímpica-, que daba al descampado, opuesto al Camino Propios. Una decena se fue sobre una punta y empezó a escalar el pequeño y fácil murete. Hacía allá salieron los coraceros al galope, sable en mano y… no llegaron, mientras que en el otro extremo, otra decena, entre los que estábamos mi viejo y yo, desplegamos similar actitud. Recuerdo que cuando pasamos el muro y caímos dentro de la tribuna, vi pasar el sablazo “en plancha” que utilizaban los “milicos de la República”, como le llamábamos.

Al año siguiente me convertí en periodista y junto con los darseneros –gol de Mario “Rabito” Castro mediante- volví a primera. A los lugares de privilegio. A la cabina No. 22 del Palco de la Prensa, que ocupaba “El Debate” y luego a la de al lado, desde donde Carlos Solé cautivaba con sus relatos por Radio Sarandí. En octubre de 1968 pasé a formar parte del equipo futbolístico de Don Carlos.

La introducción vale para recordar aquel tiempo –que por suerte fue muy largo- donde no existían separación de hinchadas, operativos de seguridad, Comisiones de Seguridad, protocolos de seguridad, que la policía no esté en la tribuna porque genera violencia, que es mejor que actúe cuando estalla el problema y todos esos inventos propios de estos tiempos apesadumbrados, que se viven en nuestra desventurada América del Sur.

Aquella época venía desde el fondo de la historia. Desde 1900 cuando empezó el fútbol oficial en el Uruguay y las canchas no tenían tribunas. Desde ese entonces concurrían al fútbol las damas de la alta sociedad y de las otras, juntos con los hombres, observando de parados las incidencias del juego. Justamente, una fotografía de 1904 ilustra esta nota, para demostrar que no exagero. Allí se ve a las señoras con sus enormes vestidos que llegaban al suelo.

Convivieron durante décadas pegados –primero de pie cuando no había gradas, después sobre tablones cuando construyeron las primeras tribunas y, luego, encima del cemento- los hinchas de Nacional y Peñarol; de Reformers y Dublín, de Defensor y Danubio, de Sud América y Rentistas, de Wanderers y Universal, por citar algunos. No se conocían. Eran fanáticos de sus colores y soportaban estoicamente una reacción, que a su lado, otro fanático del adversario manifestaba. Por ejemplo, que le gritara los goles y celebrara la victoria en la cara, al lado de su desconocido compañero de en la tribuna. Esa realidad se extendió durante un siglo. Toda la centuria número veinte se desenvolvió de esa forma en las canchas del fútbol montevideano y del interior.

¿Era un milagro? No. ¿Fruto de una sociedad más culta y avanzada? Tampoco. ¿No interesaba tanto el fútbol? Para nada. Alcanza con decir que en aquel tiempo de hinchadas mezcladas, en los “clásicos” se vendían 60.000 entradas. No las pocos menos de 40.000 de hoy, con claros absurdos en todas las tribunas. ¿No existía violencia? Sí, existía. En varias ocasiones se generaban conflictos y problemas que terminaban a las trompadas entre los exaltados, sumándose algunos otros hinchas del entorno. Pero… las cosas no pasaban a mayores. Rápidamente retornaba la calma.

¿De qué forma? Muy simple. Cuando se encendía la mecha de un “conato” que comenzaba con recriminaciones, amenazas, malas palabras y luego terminaba a las piñas, en menos de cinco segundos llegaban dos policías, con los bastones en ristre y se encargaban de calmar los ánimos. Y si no bajaban las revoluciones y volvían a sentarse, a los revoltosos los sacaban del jopo para afuera y en el coche policial se los llevaban a la Comisaría.

Así de simple. Así de sencillo. ¿Por qué? Porque los ciudadanos le teníamos miedo a la policía. Sabíamos que actuaba ejerciendo su fuerza “por las buenas o por las malas”, haciendo cumplir las leyes vigentes que dictaba el gobierno. Y para los transgresores estaba la justicia que –como se decía entonces- le caía “con todo el peso de la ley”.

Voy a contar una cosa que ninguno de los muchachos que hoy arman revuelo en las tribunas lo sabe. Durante décadas, en el Uruguay, estaba prohibido jugar al fútbol en la calle. Mi casa quedaba a pocas cuadras de “la 13”, como llamábamos a la Comisaría No. 13 ubicada en Gral. Flores entre Garibaldi y Pedernal. Los sábados y los domingos de tarde, en la cuadra escasamente transitada de vehículos de Yaguarí, entre Porongos y Guaviyú, se armaban unos “picados” fenomenales. Participábamos los jovencitos mezclados con los muchachos del barrio. Uno de ellos, compañero de andanzas, era Juan Lema Benzo, hoy integrante de la Comisión de Seguridad, quién apareció durante los incidentes del “clásico” –con gorra gris y piloto negro- al lado del juez del partido en los prolegómenos de la suspensión. Aburridos y cansados de los gritos y los pelotazos en las ventanas –jugábamos sobre la cinta de hormigón con dos piedras que marcaban un arco pequeño en la mitad-, algún vecino llamaba a “la 13”, nos denunciaba y… caía por sorpresa, en bicicletas, un policía de cada extremo de la cuadra. Nos hacían la “encerrona”, se bajaban, nos quitaban la pelota de goma y ante nuestros ojos, con una navaja, la cortaban al medio y la tiraban, poniendo punto final al “picado” o al “barrio contra barrio”. ¡Cumplían la ley! Y a ninguno de los treinta muchachos se nos ocurría reaccionar. Aceptábamos sin chistar. ¿Por qué? Porque sabíamos que antes el menor intento de resistencia, caía el “cedulón” de apoyo y… adentro. Al calabozo y a esperar la dura y rápida resolución judicial.

Lo que volvió a ocurrir, nuevamente en el “clásico”, no es un problema del fútbol. Tampoco son “los inadaptados de siempre”, como una parte del periodismo busca la complaciente excusa para referirse –obviamente- a que son una minoría (aunque no pequeña) los que generan los conflictos.

Esto que otra vez sucedió en la Tribuna Amsterdam y que se hizo visible por la tele hasta lograr detener el partido antes del remate del penal, pasa… ¡en todos los partidos! ¿Saben Vds. que no funcionan los quioskos donde venden bebidas y comida en esa tribuna? No hay venta. ¿Por qué? Porque aburridos de ver como los robaban “de pesado” sin que la policía nada hiciera a pesar de las denuncias, los concesionarios optaron por bajar los brazos y cercenarse la posibilidad de comercializar sus productos en esa localidad. ¿Saben que el ingreso a los baños está controlado por los que venden droga?

Lamentablemente, los famosos “derechos humanos” de aquellos que pagan su entrada y tienen el humano derecho de asistir pacíficamente a disfrutar de un espectáculo hermoso como es el fútbol, no están protegidos. No sólo en el Estadio Centenario, sino también dentro de la sociedad sometida a la barbarie y la violencia de una minoría, sí, pero a la que no se le pone coto.

El fútbol y la sociedad toda, reconquistará aquella vieja forma de ser en la que nos criamos y a través de la cual transcurrió mi infancia, adolescencia, juventud y madurez, cuando se reestablezca el orden natural del derecho. Y eso implica que –refiriéndonos exclusivamente al fútbol-, la policía esté en muy buen número dentro de las tribunas, esparcida y visible como estaba en el pasado, y con orden de actuar y reprimir ante el menor atisbo de expresión agresiva de cualquiera de los “inadaptados” que hoy se sienten protegidos porque saben que actúan y… ¡nunca pasa nada! Y así se llega al extremo de ver como los efectivos que ingresaron en procura de solucionar el problema, terminaron reculando y amontonados debajo de la Tribuna América, recibiendo una lluvia de piedras, trozos de butacas y todos lo que estaba a mano para ser arrojado desde la Amsterdam. ¿Eso no es insubordinación ante la acción policial? ¿Eso no tiene pena en los códigos vigentes? ¿Eso no habilitaba a cerrar la tribuna, traer camiones y llevarse a todos los violentos presos y pasarlos a la justicia para que los castigara como se merecen? Y esto que digo, no es un invento. Lo viví como protagonista en otro ámbito, que vale la pena contarlo. En 1966 trabajaba en el Banco de la República, casa central, en la manzana cuyo frente aún está a la calle Cerrito, con la estatua del Gral. Artigas de pié, que luego transformaron en alcancía. Se desarrollaba la primera huelga bancaria importante del país. Al igual que mis compañeros estaba afiliado a AEBU. Se vivían momentos de tensión. El país paralizado por la inacción de la actividad bancaria. El personal entraba a las 12.50 y salía a las 19.20. Un viernes, abrió sus puertas el banco e ingresó el público. Prestamos atención media hora hasta que llegó la orden de un nuevo “paro sorpresa”, como le llamaban entonces. Cinco minutos después la policía cerró las puertas de la institución con el público y los empleados adentro. Nadie podía salir. Se generó una gran confusión. ¿Qué pasaba? Lo supimos una hora después. Cientos de ómnibus de CUTCSA vacíos y en fila, se estacionaron por Cerrito y Zabala. El gobierno de la época decretó la “militarización del personal de los bancos públicos”. Lentamente, por una sola puerta y luego de demostrar ante la fuerte guardia policial que no eran empleados, los clientes pudieron abandonar el Banco. Nosotros, los empleados, fuimos cargados en los buses y no llevaron a todos presos -más de mil funcionarios- a diversas reparticiones militares. Me tocó la base aeronaval del aeropuerto, compartiendo aquellos días con el recordado gran actor Walter Reyno, Jefe de la Sección Caja de Ahorros donde prestaba funciones. Estuvimos detenidos todo el fin de semana. El lunes, otra vez en ómnibus, nos vinieron a buscar en la mañana, nos llevaron al Banco y… ¡a trabajar! Éramos militares y si no lo hacíamos nos despedían. El organizador de aquel perfecto operativo, apoyado en la legalidad y legitimidad de un decreto del gobierno, fue el Jefe de la Región Militar No. 1, Gral. Líber Seregni. Luego, cada mañana y  durante las semanas siguientes hasta que terminó el conflicto, todos los funcionarios teníamos que ir a realizar “instrucción militar” y de tarde, a trabajar en el Banco. Junto con decenas de compañeros me tocó concurrir al Batallón de Punta de Rieles, allá por donde el querido Eliseo Rivero -aquel “jasito” bárbaro de Danubio, Peñarol, Defensor y la celeste- hoy está al frente de la barraca que fundó su padre y que lleva ese mismo nombre.

En fin. Para terminar mi bronca por la pésima imagen que el país exportó, “otra vez” con la violencia en fútbol, les confieso que mi gran amargura se alimenta de otro motivo. El hermoso espectáculo futbolístico que brindaron los jugadores de Nacional y Peñarol entregándose lealmente y sin violencia en pos de la victoria, así como los integrantes de la terna arbitral de trabajo perfecto y la mayoría de los hinchas que concurrieron al Estadio Centenario, merecían un cierre acorde con la fiesta futbolística que albos y aurinegros tributaron en la cancha. Inclusive, porque la fiesta que legítimamente tenía que vivir Nacional, no debió ser un entrevero confuso ante las dudas si el partido se suspendió, se terminó y si, finalmente, los albos eran o no los campeones. ¡Lamentable página para la historia negra de nuestro amado fútbol!

En cambio, por los “inadaptados de siempre”, que cada vez son más a pesar de las promesas de que la violencia en el fútbol se iba a terminar, repitieron las escenas de intolerancia, de violencia y de “no saber perder”, porque saben  perfectamente que están salvaguardados por leyes y ordenes permisivas que protegen sus “derechos humanos” en desmedro de los otros “derechos humanos”. Los de la gran mayoría de los habitantes del país que ruegan y claman para que sus humanos derechos de vivir pacíficamente, en una sociedad tolerante y comprensiva -como conocimos quienes tuvimos la suerte de vivir en ella-, se hagan respetar.

 


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