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No jugar a nada





30 septiembre, 2015
Columnistas

Aquel año, la utilidad del dogma de Botbinik Petrosian (“lo primero es asegurar el cero en el arco del rival para concentrarnos enteramente en nuestra defensa”) sufrió su prueba más dura en la antepenúltima fecha del campeonato, cuando el Identidá Fúbol Clú, dirigido por Petrosian, enfrentó al Club Atlético Cosmopolita, conducido por Fisher Capablanca, cuyo dogma era exactamente el opuesto: “lo primero es asegurar la goleada en el arco propio para concentrarnos enteramente en nuestro ataque”.

Cosmopolita-Identidá, Identidá-Cosmopolita, era el clásico del país donde los vientos braman. Sólo un club llevaba más gente que éstos a los estadios en ese país, el club de la hinchada perfecta, el Inexistente Fútbol Club.

El Identidá venía invicto, con todos los partidos ganados (en el campeonato donde los vientos braman no había empates; si un partido salía empatado, se definía por penales; Petrosián había empatado todos los partidos cero a cero y los había ganado todos por penales -practicaba penales bastante porque era el resultado que buscaba-). El Cosmopolita estaba último con todos los partidos perdidos (Capablanca había empatado todos los partidos cien a cien, porque cambiaba ataque por ataque cincuenta veces por tiempo y todos sus ataques eran golazos, pero le hacían más de un gol por minuto -en el fútbol bramantí los goles y los golazos valían todos lo mismo: uno; pero el reglamento establecía que el club que hacía más de mil goles en un campeonato, no descendía aunque saliese último; de esa forma preservaba el clásico en Primera División, porque el Cosmopolita perdía todos sus partidos por penales, que no practicaba porque no era resultadista-) . Sin embargo, la semana previa al clásico, alguien dijo que según fuentes del club, a Capablanca todavía no lo habían echado porque los dirigentes y la hinchada del Cosmopolita esperaban el clásico; los periodistas especializados especulaban que el ataque espectacular de Capablanca era el único que podía vulnerar la férrea defensa de Petrosián.

Pero el recién ascendido de la divisional amateur Inexistente Fútbol Club (el “Nexi”), el club de la hinchada perfecta, sorprendiendo compartía la punta del campeonato con el Identidá. Había ganado todos sus partidos sin ir nunca a penales, pero le faltaba jugar con los más grandes: Cosmopolita en la penúltima fecha e Identidá en la última.

Los periodistas especializados insistían en que el problema del fútbol donde el viento brama era la falta de balance, pero no tanto por cuestiones técnico-tácticas (salvo los tres mencionados, los otros trece equipos del campeonato se plantaban bien en mitad de cancha), sino porque los estadios mismos se desbalanceaban cuando jugaban el Identidá o el Cosmopolita. La hinchada del Identidá iba a ver jugar a su defensa, las de sus rivales a sus ataques, así que todos los hinchas y los jugadores, menos un arquero, estaban siempre del mismo lado del estadio y éste se inclinaba hacia una cabecera. La hinchada del Cosmopolita iba a ver a su ataque y las de sus rivales al ataque del Cosmopolita, provocando la misma inclinación en los estadios. El único que podría evitar esa inclinación que favorecía las distintas estrategias de los grandes y balancear un estadio con cierta estabilidad, era el cuadro de la hinchada perfecta, el Inexistente, porque a su hinchada le era indiferente cualquier lugar del campo donde posar su vista, pero últimamente no asistía a los partidos.

Era la hinchada más concurrente y aguantadora, pero sólo llenaba sus tribunas cuando el equipo venía con malos resultados o enfrentaba a alguna barra brava, para alentarlo o para defenderlo, como había ocurrido más de una vez en la divisional amateur, pero si el cuadro venía ganando, como ahora, compraba las entradas y no iba al estadio para no abusar de su superioridad.

Desde la cuarta fecha del campeonato, una vez obtenidas sus tres primeras victorias, la hinchada del Inexistente siguió sus partidos por Internet y se abstuvo, incluso, de cualquier tipo de comentarios en los portales o en las redes sociales.

En aquellos tres primeros partidos, a los que sí concurrió, por su experiencia en la divisional amateur, la hinchada perfecta era consciente de que las de sus rivales les metían presión negativa a sus propios jugadores, con el clásico “no existís… Nexi no existís… No existís, no existís, Nexi no existís” (porque los obligaba a ser el todo ante la nada; les hacía inaceptables los errores y le restaba valor a cualquier cosa que lograran), pero era por solidaridad, sin cálculo de conveniencia, que la hinchada perfecta lo cantaba a coro con esas hinchadas, haciendo del espectáculo una auténtica fiesta para la familia que acercaba a las canchas.

Sin burla, sin asomo de ironía ni de sarcasmo, la hinchada perfecta le cantaba a los rivales, “estos fenómenos nos tienen que ganar, estos fenómenos nos tienen que ganar…” por dos motivos: sabía que la palabra “fenómenos” la expresaba a ella misma, a sus integrantes, y con legítimo orgullo de su humildad generosa, la tributaba a los contrarios.

Consultaba al ayudante técnico (para no molestar al entrenador, Sartre Shopenhauer) qué instrucciones darle a sus jugadores desde el alambrado y nunca las daba con la esperanza de que el jugador las cumpliera, y muchísimo menos dándole para atrás: cuando un jugador del Inexistente cometía un error que lo atormentaba, su hinchada coreaba el nombre del desdichado después de “olé, olé, olé, olé… Neitzche, Nietzche” (por ejemplo), pero nunca se trataba de un gol errado porque el Inexistente, en toda su inexistencia, no había errado goles, ya que jamás había tenido chance de hacer ninguno -nadie se había explicado ni cuestionado siquiera cómo había logrado ascender; la prensa recién se lo planteó como problema cuando el Inexistente estuvo en “la divisional de privilegio” y no paraba de ganar-. Nadie había advertido que el Inexistente tenía desde siempre un padrón de juego o, mejor dicho, una esencia bien definida:

Ganara o perdiera, respetaba a rajatabla esa esencia: no jugar a nada, pero ojo: a nada de nada.

No era como esos equipos que se dice que “no juegan a nada” de un modo figurado, porque su juego queda en orsai. No. El inexistente no jugaba a nada literalmente. Lo suyo era caótico por naturaleza, era el kaos bíblico anterior a cualquier creación, ofensiva o defensiva, equilibrada o intencionalmente desequilibrada: sus jugadores salían de los vestuarios con los cordones desatados siguiendo a su Capitán, “El mariscal Juntacadáveres”, quien desde el túnel, con una variante desconsolada del célebre mandato del Prócer, por toda arenga murmuraba por lo bajo y con fastidio: “nada debemos esperar de nosotros mismos”.

“Nada… ni un tantito así”, añadían los murmullos de sus jugadores, juntando las yemas del pulgar y el índice de una mano, y entonces el equipo arrastraba los tapones sobre el cemento del túnel hasta salir a la cancha para no jugar a nada.

Ese año los periodistas especializados se pasaron media hora diaria, buscando respuestas a la gran recurrente incógnita, ¿a qué juega el Inexistente?, pero su hinchada -ya fue dicho- era perfecta: no escuchaba a los periodistas. Ni siquiera para saber los resultados. Seguía los partidos en el estadio o en sus computadoras sin darle importancia a cómo terminaban. La recompensa a ellos era el camino y éste, en la victoria o en la derrota, los colmaba siempre de inolvidables emociones.

El periodista especializado ingeniero agrónomo Etxebestiagaray dijo que el Inexistente jugaba al error del contrario.

-Gana los partidos porque sus rivales se hacen uno y a veces dos goles en contra.

-Los errores de los rivales del Inexistente no son errores provocados -refutó el argumento fácilmente, el arquitecto urbanista Marco Limitatti-; lo que el Inexistente juega es fútbol de respuesta.

-¿De respuesta a qué -respondió entonces el médico obstetra Snaider-, si al Inexistente es imposible preguntarle ni proponerle nada?

-Al contrario -lo apoyó el profesor de filosofía Robert Pereira-: es fútbol de pregunta, ni de respuesta ni de propuesta: es un fútbol de acuciante pregunta. Lo que el Inexistente genera es el vacío existencial de su contrincante ante la nada, la angustia de su rival que entra a la cancha con la presión de que si no le gana al Inexistente, realmente no puede ganarle a nadie, y, como producto consecuente de la angustia, lo devora la ansiedad. El del Inexistente es el fútbol de la duda paralizante.

Tal cual.

El Inexistente no tenía sistema táctico ni mucho menos figura táctica. No tenía golero porque el golero que tenía no era un golero, era una puta de cabaret retirada que fichaba en la Asociación Bramantí de Fútbol con su documento anterior a una operación transexual (desde la cabecera del arco que no guardaba, muy pocos se atrevían a ir a verlo, así que las cabeceras eran del Inexistente). No tenía defensas porque ninguno de sus jugadores marcaba. No tenía mediocampistas porque todos caminaban la cancha como les daba la gana. Tampoco delanteros, por idéntica causa. Su figura vendría a ser un 0-0-0-0, pero algunos comentaristas reparaban en que tampoco tenía media punta, por lo que definían a la figura táctica del Inexistente como “la de los cinco ceros”, asimilándola a la calificación de las mejores harinas.

Claro es que el Inexistente no entrenaba a puertas abiertas. Ni cerradas. Entrenaba sin puertas, en el desierto.

Practicaba meditación trascendental, cierta vertiente nihilista del budismo y terminaba los entrenamientos con ejercicios recreativos distendidos, desprovistos de sus claves lúdicas: truco sin voces ni señas, tute remate con comisario chorro y, para estirar, dominó con cartas en fila india hasta que las llevaba el viento.

Y sin embargo ganaba. El fútbol es psíquico y en la angustia existencial ante el espacio infinito, desértico, que dejaba en sus líneas y entre ellas el Inexistente, sus rivales con los mejores planteles, con los mayores presupuestos y con las más trabajadas estrategias y tácticas, presionados por la adrenalina catártica de sus hinchadas, se “autosuicidaban” futbolísticamente en la cancha. Invariablemente.

Hasta que llegaron las tres últimas fechas del campeonato.

El Identidá defendió también el arco del Cosmoplita, para evitar los tres goles que como mínimo exigía en su arco Capablanca para concentrarse enteramente en el ataque. El Cosmopolita atacó también su propio arco, para evitar el cero en el arco ajeno que exigía Petrosián para concentrarse enteramente en la defensa. El estadio era un subibaja porque las hinchadas corrían de un lado para otro, como ambos equipos de una cancha a la otra, todos en un solo bloque. Salieron cincuenta a cincuenta (todos los goles del Cosmoplita, a favor y en contra). Ganó Identidá por penales.

Todos se fueron a sus casas exhaustos, mareados y rabiosos. Los del Identidá porque habían conseguido el resultado pero traicionando sus principios del cero en el arco rival (después, en conferencia de prensa, acosado por los rumores de su renuncia, Petrosián esgrimió la coartada de que mantenían invicto el arco rival de goles propios) y los del Cosmopolita porque habían hecho la mitad de los golazos que acostumbraban, ya que los que se hicieron en contra fueron goles feos. La renuncia de Capablanca se daba por sentada; no presentó excusas. Además hubo trifulcas entre las hinchadas en las inmediaciones del estadio y en el correr de la semana en las internas de las hinchadas.

La fecha siguiente fue una verdadera semifinal y fue el último partido de la hinchada perfecta, del Inexistente como tal y con tal nombre.

Jugó contra el Cosmopolita dirigido provisoriamente por su gerente deportivo, Kropotkin Alekine, pero tampoco ahora habían echado a Fisher Capablanca, de insuperable capacidad de maniobra, al contrario, lo habían promovido a Presidente del club. A Petrosián lo salvó el resultado, “lo único que te salva el día del partido” y a Capablanca el estilo y el discurso, “lo único que te salva el día después del resultado”.

La hinchada del Inexistente vio la semifinal por televisión, porque al jugar contra un grande lo pasaron en vivo y en directo y porque con Alekine podría deslucir apenas un poco el ataque que hacía el Cosmopolita de Fisher Capablanca, pero seguiría siendo brillante, maravilloso (digno de ver y de disfrutar, como digna de ver y de sufrir era la defensa de Petrosián esperando al pitazo final).

Si la hinchada del Inexistente lo hubiese visto con los televisores silenciados, todo hubiese seguido como siempre hasta el fin de los siglos y, acaso, su equipo ese año hubiese salido Campeón, pero, por inextricable designio divino, le tocó relatar el partido por televisión al periodista especializado narrador fabulista González Rial y la hinchada, en una distracción fatal, no tomó la precaución de silenciar los televisores.

González Rial inventó casi todo. La mera realidad lo aburría. Su relato, enteramente ficcional pero dirigido al sistema nervioso periférico del oyente, encontró una cobertura larga cada vez que un jugador del Inexistente corrió para cualquier lado, descubrió un desenganche cada vez que alguno se perdió un regreso y atribuyó a una presión alta del bloque inexistente (que sólo él la vio pero todos creyeron verla), el gol en contra que se hizo el Cosmopolita angustiado y ansioso, levitando en el ser frente a la nada, que definió el partido. Además mitologizó abundante. Por ejemplo, Nietzche pasó a ser El Caballo Nietzche, que se empacó en el medio del campo impidiendo los circuitos de fútbol del Cosmopolita, el arquero Butterfly Gauthier era a veces un vampiro y otras una vampiresa, que volaba de palo a palo y además de arco a arco, anegando el campo con sus escupidas de sangre succionada a los contrarios, el negrito Genet una pantera azul gigante que asombraba el campo del Cosmopolita, anonadándolo, aniquilándolo.

Al hincha del Inexistente le quedó la ilusión de que su equipo esa vez había ganado porque se había jugado todo, pero la verdad fue que al ataque del Cosmopolita lo fascinó el abismo mientras la duda lo paralizaba, y el “Nexi” le ganó sin jugar a nada, como de costumbre y ahora le tocaba enfrentar al Identidá en duelo de punteros.

Entonces llegó el día en que ocurrió lo que algún día tenía que ocurrir. La hinchada perfecta se entusiasmó tanto con el fútbol fantástico y fabuloso del equipo, “ataque y defensa perfectos, balance excelente y desequilibrio intencional genial, una jauría implacable de rottweilers en la marca, galgos en las transiciones, pitbulls en la mordida final a la red” (González Rial dixit), que al último partido, contra el Identidá, la gran final, en que se jugaba el título de Campeón, concurrió en masa, de manera caótica -ahora que en la cancha el cuadro se “mostraba ordenado”- y, cuando vio que el equipo realmente no jugaba a nada, pero a nada de nada, que era el mismo kaos de toda su inexistencia, los mismos perros sarnosos, suicidas, fanés y descangallados, la hinchada empezó a putear, confundió a los jugadores, les impuso apuros foráneos y ya eso, ya tan sólo eso le bastó al Identidá para enfocar a un contrincante y no perder su concentración defensiva.

No hace falta decir cuál fue el resultado.

Al final, hubo hinchas que fueron a patear la puerta del vestuario una vez que ingresaron los futbolistas derrotados por penales, y esperaron la salida del estadio de Sartre Shopenhauer, custodiado por la policía, para desahogarse -algunos a pedradas- del fracaso… de todos los fracasos.

Entre semana le habían cambiado el nombre al club. Ahora se llamaba Existente y Exitista Social y Deportivo. Tenía una hinchada imperfecta que, a partir del campeonato siguiente, empezó a verlo jugar a algo a lo que juegan todos los equipos existentes, a lo que algunos, a veces, no le llaman fútbol, porque tampoco existen los cuadros perfectos y el fútbol es la vida sin orsai.b7corner