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La crueldad, un factor omnipresente

El autor aborda el despido de Forlán no como una excepción, sino como parte de una lógica despiadada en que el fútbol sigue aliándose a los deseos de los hinchas más que a las miradas de largo plazo.




Diego Forlán, cabizbajo y preocupado, imagen y símbolo de la derrota de Peñarol ante Wanderers, lo que aceleró su partida de la institución.


7 septiembre, 2020
Fútbol Uruguayo

Escribe: Juan Carlos Scelza

 

Una nutrida barrera no puede impedir que la pelota que pasa por encima de ella pique antes de las manos del arquero y emprenda el rumbo directo a la red. A solo veinte metros del arco, y con un zurdo y un diestro por detrás del balón, se hacía difícil presumir y adivinar. Es que, según el ejecutante, cambiaría su destino y se tornaría, como sucedió, en un impedimento para que Dawson pudiera evitar el seguro gol bohemio.

 

Era el comienzo del fin. Hasta ese momento, el juego del equipo no admitía mayores reproches: acaso el déficit más notorio apuntaba a la falta de eficacia que, como en partidos anteriores, afectaba los mejores momentos de los aurinegros sobre sus rivales. Pasó en el clásico, en la primera hora del partido en Maldonado y hasta faltando veinte minutos en lo que terminó en igualdad ante Rentistas.

 

Pero siguiendo las coordenadas de aquellos encuentros, al primer revés le siguió el desmoronamiento y la falta de reacción. Peñarol volvió a mostrarse débil, frágil e inconsistente. Las ideas se borraron con el festejo de Wanderers, las dudas invadieron la estructura colectiva y, sin el volumen futbolístico adecuado, tampoco quedó espacio para la reacción anímica, por aquello que solo con corazón no alcanza, de la misma manera en que no es suficiente el talento si el equipo no vibra.

 

El silencio de las tribunas desoladas fue un aliado momentáneo. Pero no alcanzó a ocultar el desencanto y la preocupación de los primeros planos televisivos de los principales directivos de la institución. Y mucho menos el descontento de las redes sociales, que, sumado a la frialdad de números extremadamente negativos, sugerían que el desenlace inmediato sería la destitución del cuerpo técnico.

 

La necesidad de ganar y el peso de la historia golpean el cambiante humor del hincha, que muchas veces varía en cuestión de segundos y por margen de unos pocos centímetros. En caliente, todo se cuestiona y la urgencia arrastra la planificación a largo plazo.

 

El agitado domingo a la noche se transformaría en un lunes de cambios tan tempraneros como radicales. Apenas pasado el mediodía, el ciclo Forlán era pasado. Y a Mario Saralegui se le esperaba para firmar el nuevo contrato.

 

No por repetido deja de desatar polémica. Pasa casi siempre, y genera dos tan respetables como antagónicas posturas.

 

En medio opiniones cambiantes, en las que los mismos que después del 2 a 0 en contra fustigaban y solicitaban ceses inmediatos, con el correr de las horas criticaban la determinación de la directiva, sustentados en la falta de tiempo de trabajo del entrenador y en la necesidad de impedir el cercenamiento del proyecto que se había planificado tras su contratación.

 

El episodio, que esta vez involucra a los aurinegros, es uno más de los tantos que se reiteran en situaciones similares, y que se liga indistintamente a los grandes. La única diferencia ente la destitución de Forlán y la del argentino Domínguez es que el técnico mirasol permaneció cuatro fechas más que el albo.

 

Jorge Barrera intentó ejecutar un proyecto tan audaz como el de José Decurnex. El presidente de Peñarol, abriéndole la puerta a uno de los más grandes futbolistas de nuestra historia, con un paso por el club con el que ganó el Campeonato Uruguayo, y con un apellido ligado a los momentos de mayor gloria de la institución, pero con un reciente título de técnico en la mano y sin la más mínima experiencia. El tricolor, intentando un cambio estructural, bajando notoriamente el presupuesto y buscando en el entrenador extranjero un perfil moderno que sacudiera el medio. La diferencia se centra en que para Barrera era una de las determinaciones finales de su mandato, mientras que para el presidente albo el primero de sus proyectos al apenas asumir su mandato.

 

Carpetas, reuniones, proyecciones, estilos y etapas a cumplir con plazos establecidos no resisten resultados adversos. No es una frase hecha que el vínculo se corta por el hilo más delgado, y siempre será el técnico el que deba dar un paso al costado.

 

Otras directivas en otros momentos han tomado idénticas determinaciones. Se podrá alegar falta de determinación y firmeza para mantener el proyecto planificado, fragilidad al dejarse llevar por el reclamo popular que surge desde la tribuna, pero lo cierto es que la historia de los clubes grandes está plagada de casos similares. Y si no basta con recurrir a números tan impactantes como elocuentes.

 

El artiguense Mario Saralegui, que debutó con triunfo ante Liverpool, es el decimoquinto técnico que asume en Pañarol desde 2010 a la fecha. A él y a Forlán se le suman apellidos ligados a los más variados estilos y edades. Keosseián, Aguirre, Gregorio Pérez, Jorge Gonçalves, Da Silva, Diego Alonso, Fosatti, Paolo Montero, Bengoechea y Leonardo Ramos –algunos de ellos en dos ciclos- completan una lista que establece un promedio de más de un entrenador por año.

 

La percepción general es que estos cambios bruscos y permanentes, así como la falta de estabilidad, es patrimonio de los últimos tiempos de Peñarol. Sin embargo, la realidad muestra que, del otro lado, en Nacional el panorama es exactamente igual. Es más: Munúa es el decimosexto técnico a lo largo de los últimos diez años. Eduardo Acevedo en 2010 tuvo como sucesor a Luis González, y luego una catarata de nombres como Gustavo Bueno, Blanco, Gustavo Díaz, Carrasco, Marcelo Gallardo recién recibido en un caso similar al de Forlán en Peñarol, Arruabarrena, Pelusso, el primer ciclo de Álvaro Gutiérrez, también el primero de Munúa, Lasarte, al que sucedió Medina, luego el mencionado caso del argentino Domínguez y el nuevo paso de Gutiérrez hasta el regreso del actual entrenador tricolor.

 

Siguiendo un razonamiento empresarial, que con seguridad la mayoría de los dirigentes de fútbol establecen en sus actividades particulares, la sustentabilidad de lo planificado no debería depender de un par de situaciones malogradas frente al arco rival o de un cierre mal realizado por el marcador de punta. Pero en las inusuales coordenadas futboleras, esas situaciones fortuitas, que hasta pueden estar condicionadas por algún error arbitral circunstancial, hacen caer el proyecto más serio y ambicioso o al técnico más encumbrado.

 

En la puerta de una fábrica o de una empresa, no habrá 30000 personas rugiendo en la puerta al cierre de una jornada en la que un expediente firmado a último momento impidió una ganancia mayor, pero sí alzarán la voz miles y miles de hinchas desde su asiento tribunero reclamando por un triunfo que se escapó a último momento, o por un campeonato que se esfuma por la falta de resultados.

 

Perverso como pocos, el fútbol no admite postergaciones, no conoce plazos largos, y señala errores de la forma más despiadada. Es capaz de sobrellevar una mala gestión, siempre y cuando el domingo la pelota entre y el equipo sume tres puntos en la tabla.

 

El directivo debería alejarse del resultadismo del aficionado, pero al mirarse al espejo no deja de ser tan hincha como el más apasionado, ese que lo señala a la distancia reclamándole que modifique algo para que el equipo gane. Es ésta casi una rutina cotidiana, en la que el cuidado institucional, la protección financiera, el mantenimiento de una sana tesorería y la proyección a largo plazo tienen un examen semanal en el que un gol en contra todo lo desvanece.

 

Injusto o no, tan polémico y discutible, el esquema seguirá reiterándose, porque la crueldad de la búsqueda de los resultados condicionará todo tipo de especulación futura. Y difícilmente exista presidente o directiva que pueda sustraerse de la necesidad de ganar.