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Arrighi clarifica el amateurismo en los juegos olímpicos y devuelve su valor a los campeonatos del mundo de 1924 y 1928




Portada del libro sobre la historia de los Juegos Olímpicos modernos entre 1896 y 1936. La ilustración del barón Pierre de Coubertain pertenece al propio autor de la obra.


12 agosto, 2017
Pelota al medio

La historia del fútbol uruguayo debe al investigador Pierre Arrighi, el reconocimiento por la concluyente tarea que desplegó con la finalidad de demostrar de modo definitivo que el título obtenido por Uruguay en 1924 en el “Torneo Mundial de Fútbol de la octava Olimpíada” no era otra cosa que un título de campeón del mundo.

Esa tarea para restablecer la verdad histórica la inició Eduardo Gutiérrez Cortinas a fines de la década del setenta, acompañado por quien esto escribe, como consecuencia de las diversas tareas que encaramos en forma conjunta. La puesta en marcha de Tenfield SA a partir del contrato que la vinculó con la Asociación Uruguaya de Fútbol permitió que la siembra se materializara en los hechos. Se colocaron sobre el escudo de la AUF en la camiseta celeste cuatro estrellas que representaban similar número de conquistas ecuménicas: 1924, 1928, 1930 y 1950. En diversas publicaciones de la empresa se expusieron otros argumentos en favor de la tesis revisionista.

Los diarios de la época de nuestro país, Francia, Argentina y otras partes del mundo que –rotundamente- informaban que Uruguay era campeón del mundo; periódicos y despachos de agencia de noticias de 1928, 1930 y 1950 que aludían a la acumulación de conquistas hasta señalar el Maracanazo como el cuarto título mundial y declaraciones de protagonistas de los años veinte que festejan y expresaban en sus declaraciones en 1950 similar concepto. A nivel popular el recuerdo de Dianas de Ñuñoa escrito por el Prof. Omar Odriozola en diciembre de 1926 convertido en éxito en el carnaval de 1927 con la voz de José Ministeri (Pepino) y la voz de la murga los Patos Cabreros, resultaba otro testimonio documental de peso. ¿Cómo podía cantar la agrupación “Uruguayos campeones de América y del mundo” en ese año veintiséis si la hazaña de 1924 no equivalía al triunfo total? La canción celebraba el triunfo en el campeonato sudamericano de 1926 disputado en octubre y noviembre en Valparaíso y la consagración en Colombes de 1924.

Desde el comienzo del siglo XXI ese rey del optimismo que es Sergio Gorzy se tornó en el abanderado principal de la lucha por la reconquista de la verdad histórica. Su popularidad y preeminencia en el periodismo de nuestro país, traslado al pueblo primero la polémica que surgía a raíz de las posición reticente de los historiadores académicos y luego, poco a poco obtuvo el convencimiento mayoritario de sus seguidores con relación al tema.

Esta breve reseña que encierra más de cuarenta años de actividad perseverante en la búsqueda del reconocimiento de la verdad y la justicia para con los logros añejos del fútbol uruguayo, finalizaron positivamente con la aparición del libro de Pierre Arrighi editado en 2014. Desde su título -1924 la primera Copa del Mundo de la FIFA-, el trabajo de investigación del autor de padre francés y madre uruguaya, despejó todas las dudas. Se trató de un alegato aséptico basado exclusivamente en documentos de valor incuestionable: las actas de todos los congresos de la FIFA desde su fundación en 1904 y la colección de France Football, la publicación oficial de la Federación Francesa de Football fundada en 1919 y presidida desde entonces por Jules Rimet. Quedaron entonces restablecidos los hechos, visibles en los documentos reproducidos : el llamado de los organizadores y del presidente de la FIFA a disputar un campeonato del mundo en agosto de 1923, la calificación oficial del campeonato como “Tournoi Mondial de Football”, el reconocimiento expresado a los campeones mundiales por los finalistas suizos así como por la prensa de toda Europa, y sobre todo, más allá de los papeles oficiales o periodísticos, la realidad intercontinental de un campeonato abierto a todos los futbolistas, amateurs y profesionales, con representantes de Europa, Asia (Turquía), África (Egipto), América del Norte (Estados Unidos) y del Sur (Uruguay), y mundo británico (Irlanda Libre). La final entre el campeón de América oficial y el oficioso campeón de Europa, Suiza, abrió el camino a una oposición entre Viejo y Nuevo Mundo que rige hasta hoy la contienda suprema.

Sin embargo, el libro sobre 1924 –actualmente manejado por los historiadores de la FIFA con la finalidad de oficializar plenamente las cuatro estrellas de Uruguay– no desarrollaba con suficiente exhaustividad uno de los temas más complicados y más utilizados contra las conquistas celestes: el amateurismo. Es que se ha argumentado y se sigue argumentando hasta hoy que, en aquella época, los juegos olímpicos estaban reservados exclusivamente a los deportistas amateurs, y que se excluían por lo tanto a los mejores players que eran o profesionales (como en Escocia e Inglaterra) o “no amateurs”, es decir futbolistas que recibían premios por partido (como sucedía en Francia) o porcentajes de las recaudaciones (como pasó en Hungría hasta 1925). Resultó por lo tanto indispensable encarar un nuevo estudio con el objetivo de dilucidar de una vez por todas el asunto del amateurismo olímpico.

“Los Juegos Olímpicos nunca fueron amateurs” es un libro de 354 páginas que, a través del estudio pormenorizado de la historia de los reglamentos olímpicos desde la fundación de las olimpíadas modernas en 1894 en La Sorbona de París hasta el decisivo congreso de Berlín reunido en 1930, deshace las creencias.

El libro no busca demostrar lo que todo el mundo imagina, a saber, que en todas las olimpíadas, desde la primera en Atenas, participaron profesionales o semiprofesionales, de manera oculta o no. Nótese simplemente que en la edición de 1900 en París se organizaron cantidad de campeonatos profesionales en atletismo, tenis, esgrima y pelota vasca, y que en regla general, los campeonatos olímpicos de gimnasia, vela, tiro y equitación fueron siempre abiertos, con presencia abundante de competidores acostumbrados a codiciar premios en dinero, de profesores asalariados, militares especializados o profesionales puros. Recuérdese también, como los reconoce Pierre Cazal, que en 1920, 1924 y 1928, prácticamente todos los futbolistas de los grandes equipos de Europa eran “no amateurs” (Suiza, Francia, Hungría, Italia, etc.); que en 1908, 1912 y 1920 los británicos no dudaron en alinear profesionales o “amateurs accionarios” como los players del Corintians; y que en 1924, y más evidentemente aun en 1928, los velocistas finlandeses Paavo Nurmi y Ville Ritola, reyes de la pista en Amsterdam, eran famosos por sus giras internacionales.

Lo que estudia este libro son los reglamentos y lo que demuestra, por más increíble que esto pueda parecer, es que los juegos olímpicos no estuvieron sometidos a ninguna ley olímpica por lo menos hasta 1930. La creencia dice que las autoridades olímpicas establecíeron siempre prescripciones que prohibían terminantemente el ingreso de los deportistas pagos. Y que los que se inscribían igual eran por lo tanto tramposos o “amateurs marrones”. La realidad dice otra cosa, y esa otra cosa está escrita y machacada en todas las decisiones adoptadas por los poderes olímpicos entre 1894 y 1930.

El barón Pierre de Coubertin fundó los juegos con el apoyo de los dirigentes deportivos estadounidenses e ingleses. Y desde ese principio, en 1894, hubo acuerdo sobre un punto clave: ni el Comité Olímpico Internacional ni el Congreso olímpico tenían el poder de establecer una ley internacional. No podían hacerlo ni en el plano técnico ni en materia de admisiones. Se estableció entonces un sistema de reparto de prerrogativas que puede resumirse así: el COI se limitó a elegir la sede de la olimpíada; el congreso fijó ciertos criterios organizativos, y se negó a ir más allá de la emisión de “votos”, es decir, de “sugerencias que las sociedades deportivas podían seguir o no”. Estos votos, cuyo cumplimiento no era obligado, figuraron en las llamadas “reglas generales” de las olimpíadas.

La ley quedó por lo tanto en manos de los poderes deportivos. Y allí la historia se divide en dos períodos. De 1896 a 1920, fueron las asociaciones nacionales de cada país las que fijaron la ley y los criterios de admisión para los atletas de su propia disciplina. Así, en Londres en 1908, fue la Football Association que estableció el reglamento del torneo de fútbol reservándolo a los amateurs mientras que la Yacht Racing Association autorizó la participación de profesionales. Esto planteó un problema: una asociación nacional no tenía ningún derecho a imponer sus ideas al resto del mundo. De hecho, entre 1900 y 1920, los textos de admisiones carecieron de valor.

Lo que nos interesa a nosotros uruguayos, en relación con las estrellas de 1924 y 1928, es que para estas dos ediciones el congreso olímpico decidió transferir todo el poder legislativo a las federaciones internacionales, y que en ambas casos, fue la FIFA de Rimet que se encargó de organizar el campeonato, de reglamentarlo, y de fijar libremente, sin que nadie le impusiera ninguna condición, los criterios de admisión de los atletas. La situación cambió recién en 1930, cuando el congreso olímpico de Berlín, confirmando la voluntad expresada en Praga en 1925 después de la renuncia de Coubertin, decidió arrogarse parte del poder legislativo. Aparecieron entonces dos prescripciones: la exclusión de los profesionales y exprofesionales; y la exclusión de los amateurs “compensados”.

Fue ante estas imposiciones y solo debido a eso, que la FIFA decidió crear un nuevo mundial fuera de los juegos. 1924 y 1928 fueron doblemente abiertos : abiertos porque las autoridades olímpicas solo emitieron “votos” y abiertos porque la FIFA estableció reglamentos que posibilitaron la participación de todos, incluyendo a los profesionales declarados de Europa Central, Estados Unidos, Inglaterra o Escocia. La academia europea, que se satisface demasiado de creencias y confusiones que en otro tiempo sirvieron para intimidar y sacar ventajas deportivas, deberá responder tarde o temprano a esta demostración.

El libro de Arrighi, ampliamente ilustrado, en español, puede hojearse en Amazon y adquirirse a un precio de 20 euros. Una inversión que, para quienes persiguen la verdad y adhieren a un enfoque riguroso de la historia deportiva, resulta imprescindible.

Portada del libro sobre la historia de los Juegos Olímpicos modernos entre 1896 y 1936. La ilustración del barón Pierre de Coubertain pertenece al propio autor de la obra.