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Scarón, el otro nombre de la gloria




Milton Scarón, gloria del basquetbol uruguayo. Medallista olímpico en Melborune 1956.


23 diciembre, 2018
Básquetbol

Milton Scarón, leyenda del básquetbol uruguayo y medallista olímpico en Melbourne 1956.

Hay veces en que la cercanía geográfica impide dimensionar la grandeza de un deportista. En una era de actualizaciones informáticas e histerias tecnológicas, cuesta imaginar el modo en que se deben haber vivido en el Uruguay los Juegos Olímpicos de 1956: a un mundo de distancia, en Australia, y sin la menor posibilidad de disfrutar en tiempo real la alta representación con que nuestros compatriotas nos distinguieron. Representación que, hemos de añadir, resulta inverosímil analizada a la distancia. En primer lugar, por la diferencia entre aquel y este espíritu olímpico. Pero, sobre todo, porque el país logró una medalla de bronce en básquetbol tras derrotar a Francia 71 a 62 en el partido por el tercer y cuarto puesto.

Sobre ese logro inigualable -la plata se la llevó la Unión Soviética y el oro los Estados Unidos que comandó Bill Russell, el jugador más ganador en la historia de la NBA-, sobre aquella época de gloria junto a Oscar Moglia, a Héctor Costa y a Raúl Mera, y sobre lo que significa ser un mito en un país poco afecto a ellos, Milton Antonio Scarón Falero (Montevideo, 1936) habló hace pocas horas con Tenfield.com

-¿Extraña mucho a los compañeros con los que se consagró en Melbourne?

-“Mirá: de aquella generación quedan Carlos Blixen, que está en Europa y ya no viene más, Raúl Mera y yo. Y después está Wilfredo Peláez, que ya no sale de su casa y ganó en el aún más meritorio 1952. El último que murió fue Enrique Baliño. Así que somos poquitos. Pero contestando a tu pregunta, extraño mucho a mis compañeros. El gran amigo que yo tenía, y cuyo hijo trabaja con mi hijo en el mismo banco, era el ‘Guanaco’ Héctor Costa, nuestro capitán. Él te daba todo. Si tenía diez pesos y los necesitabas, te los daba. ¡Era tan bueno! ¡Y no te tuteaba, eh! Con los muchachos, nosotros siempre hacíamos comidas en el Noa Noa o en el Ramírez. Con Baliño hablaba por teléfono siempre, con Mera sigo hablando y todos nos llevábamos bárbaro. De Moglia también fui muy amigo, pero como todo fenómeno, ¡tenía un carácter! (risas)”.

Por favor, defínales el genio de Moglia a los jóvenes.

-“Moglia jugaba en el sector izquierdo de la cancha, como una especie de alero. ¿Qué pasaba? El tipo, si eras muy chico, se te iba abajo, y su dominio en esa zona, con varios amagues incluidos, era fenomenal. Aunque si lo dejabas, de diez tiros exteriores metía ocho. ¡Y cómo la pasaba! Era un espectáculo, con una viveza y una agilidad mental increíbles. Nosotros lo embromábamos porque, para nosotros, en Welcome hacía todo, ya que jugaba con dos grandes que eran de regular para abajo (risas)”.

¿A qué otros fenómenos vio usted?

-“Antes que él, a Adesio Lombardo, nuestro goleador olímpico en 1952. Y a “Macoco” Acosta y Lara, además de dos compañeros míos: los bases Nelson Demarco y Héctor García Otero. Después de nosotros, el mejor fue el “Tato” López. Porque en Uruguay hay muchos jugadores que saben jugar bien, pero jugar unas Olimpíadas es otra cosa. De hecho, los Juegos se convirtieron en el torneo de básquetbol más importante del mundo con el paso del tiempo, la instancia en la que los mejores ponen todo”.

¿Cómo definiría a don Héctor López Reboledo, el entrenador que lo dirigió en los Juegos?

-“Como un psicólogo. Él te daba una instrucción y vos tenías que cumplirla. A mí me convirtió en un jugador más completo desde el Sudamericano que ganamos en Cúcuta en 1955 hasta los Juegos de Melbourne en 56. En aquel tiempo, no podías ver partidos por televisión, pero como era corresponsal, Héctor se carteaba mucho con los americanos. Y un día me dijo, cuando yo tenía 18 años: ‘Esta noche, preparate, porque jugás’. Pensé que era joda, pero no. Y me explicó cómo marcar a presión a un gran goleador paraguayo, Arístides Isusi. Pensé aparte que, como yo era fundamentalmente un goleador, el entrenador me quería fundir. De nuevo me equivoqué. Lo saqué del partido y el “Guanaco” siempre estuvo atrás mío. Así que don Héctor me cambió. ¿Y sabés qué? Él no gritaba: hablaba despacio”.

Melbourne era brutal, ¿verdad?

-“Pero no: ¡era una ciudad totalmente desolada! Había unos lindos chalecitos y algunos cines. Era todo bárbaro, pero tranquilo y medio vacío. ¡Hasta tuvieron que poblar! (risas)”.

¿Cómo era la convivencia con los fenómenos de otros países?

-“Antes de los famosos atentados de Alemania, había bailes con todas las delegaciones y la convivencia en la Villa Olímpica cambió. Mirá: Cassius Clay estuvo siempre con nosotros en Roma 1960. Era un jovencito macanudazo, pero la leyenda dice que tuvo que tirar la medalla cuando volvió a Estados Unidos porque no lo dejaron entrar a un boliche de Louisville por ser negro (hace una mueca de disgusto)”.

No sé si usted habrá reparado en este detalle, pero en el plantel que salió primero en Australia estaba un chico de 22 años nacido en Louisiana, que con el tiempo se convertiría en el basquetbolista más exitoso de todos los tiempos, obteniendo como entrenador y como jugador un total de once títulos de la NBA, es decir la misma cantidad que Michael Jordan y “Magic” Johnson tienen juntos. De hecho, hoy no puede haber una premiación en esa liga sin la presencia de Russell. ¿Lo recuerda?

-“Sí, claro, !Bill Russell! ¿Está vivo?”.

!Sí!

-“¿Y ganó once campeonatos? ¡Qué bárbaro! El negro era zurdo, también había sido atleta, medía más de dos metros, ¡y pegaba cada salto! En ese campeonato, Estados Unidos hizo una formación de defensa que después copió la Naranja Mecánica de Holanda en el fútbol. Marcaban una zona muy particular en toda la cancha. Vos decías: ‘tengo a uno solo marcándome’. Pero no: de la nada aparecía Bill Russell y te la sacaba. Tenían también a otro negro fenomenal, que después fue entrenador, K.C. Jones (ganó ocho títulos de la NBA con los Boston Celtics), con un dominio brutal: hacía de todo. Obviamente, picaba la pelota sin mirar, así que yo pensé que se la podría sacar cuando cambiara de mano. ¡Y cuando me tiré a sacársela me hizo una faja, pasándome la pelota por atrás mío, aceleró, penetró y la metió! Era increíble. Y a Russell creo que lo estoy viendo como si fuera hoy metiendo uno de sus ganchitos de zurda”.

¿Cómo cambió tanto la posición de base para que ahora un genio como Stephen Curry pueda meter 14 triples en un partido?

-“El básquetbol como juego cambió. En 1956 no había triples, pero se empezó a jugar con posesiones de 30 segundos. Incluso había un dicho que repetía Vitureira: ‘Tranquilo el Goes’. Claro, ¡si tenía una hora la pelota! ¡Era aburrido, aburrido! (risas). Hacían 40 puntos por partido, y a veces hasta 20. Antes, los bases no tiraban triples. Debían marcar bien y  pasar y llevar bien la pelota. Eran más pasadores que tiradores, sin dudas. Y recordá que antes tiraban bombas, desde abajo, como Washington Poyet”.

¿Cómo jugaba usted?

-“Yo jugaba en un costado, como una especie de número 2. Era goleador en mi cuadro, Unión, y la verdad es que pasábamos todo el día en la cancha. Incluso, ¿sabés qué practicábamos? Embocar de aro a aro. ¡Y a veces nos salía! (risas). Hay muchos jugadores de entre casa que no tienen la frialdad necesaria, y nosotros en Australia nos enfrentamos a una gran soledad, porque como hinchas solo estaban el embajador uruguayo y el contador Damiani, nuestro delegado. Pero yo, fundamentalmente, era un jugador mandado, algo temerario (risas). Fue muy lindo aquello, porque además disputamos el torneo con poca esperanza. Ahora, en el básquetbol hay más preparación: nosotros concentramos una semana en el Banco Comercial y solo salíamos para practicar tiro y para el Bohemios a hacer básquetbol”.

Hablemos de la selección actual. ¿Qué virtud veía usted en Signorelli y qué virtud ve en Magnano?

-“En Signorelli, cuyo padre es un gran amigo, grandes condiciones técnicas, aunque no acompañadas de buen trato con los planteles que dirige. Le falta ese trato que, por ejemplo, tenía Berardi, que de táctica no sabía demasiado, aunque en la cancha era vivo para dirigir. Y en Magnano, una gran trayectoria, aunque lo vi dirigir mal contra Estados Unidos porque no supo aprovechar a Hatila y no se dio cuenta de que Batista estaba muerto. Es posible que todavía no conozca profundamente a los jugadores, porque vive en Córdoba y practica acá. Pero se ve que tiene mucha vehemencia para dirigir”.

¿Pero Uruguay puede clasificar al Mundial?

-“Yo creo que sí. Si mantenemos la calidad defensiva que hemos mostrado y jugamos con Batista y Hatila abajo, sumando rebotes, y con Calfani como alero, clasificamos. Y no abandonemos las posesiones largas. Por supuesto, Puerto Rico como visitante no va a resultar fácil: es un cuadro históricamente guapo. Por el contrario, México está liquidado”.

Milton, ¿usted siempre fue optimista?

-“A muerte. Siempre he ido para adelante”.

¿Qué diría que es el básquetbol? 

“Primero que nada, todo. Y en segundo lugar, una manera de vivir a la que estoy profundamente agradecido, que te mantiene al margen de los vicios y que te permite disfrutar un hermoso deporte que miro constantemente, desde Bohemios hasta Bigúa, Trouville y Macabi. Todo el tiempo estoy yendo a ver básquetbol. Entre Unión y Larre Borges había peleas tremendas, y yo tenía la suerte de que les ganaba en la hora, con lo cual me tenían un gran odio. Pero por mi propia historia personal eso cambió, entrené a Larre Borges, jugué ahí un año por obligación y, aunque fue algo excepcional porque siempre jugué en Unión, mis mejores amigos son de Larre Borges. Qué curioso, ¿no?”.

-Precioso. ¿Y qué es Dios para Milton Scarón pero, sobre todo, qué significa estar vivo para Milton Scarón?

-“Aunque no voy a la Iglesia, yo creo en Dios. Y cada vez que he estado en una situación peligrosa, me ha ayudado, empezando por el hecho de que estoy vivo, pues mi padre y mi hermano murieron siendo jóvenes. Además, tengo seis nietos y tres hijos que andan todo el día conmigo: están por acá en el barrio. Y he tenido mucha suerte, porque he actuado bien defendiendo a mi país. Así que, bueno: Dios me ha ayudado siempre. Pero ¿sabés qué? Cuando entrás a la cancha te olvidás de Dios, de tu familia, de todo. Por eso, como te dije antes, soy un lanzado. Cuando fuimos a Colombia con la selección, era el más chico, y Costa me insistía con que me comprara un par de zapatos. Pero yo no tenía plata. Y él contestaba: ‘vos comprá que yo los pago’. Era como una mascota: audaz y, también, irresponsable”.

“El básquetbol es una manera de vivir a la que estoy profundamente agradecido”.