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Identidá Fúbol Clú




El tiro de esquina sin su banderín.


24 agosto, 2015
Columnistas

Era un cuadro tan eficazmente defensivo que su hinchada en el entretiempo se cambiaba de punta en la tribuna para ver jugar a su defensa.

Su entrenador, Botbinik Petrosián (odontólogo) en aquella época adoctrinaba a sus jugadores de esta manera: “Lo primero es asegurar el cero en el arco rival, como condición fundamental para concentrarnos enteramente en nuestra defensa”.

Petrosián sabía que el ideal es el balance, el equilibrio, la armonía, pero la realidad es caótica, concreta, singularísima como la identidad. La identidad del Identidá Fúbol Clú era la de un cuadro de una ciudad recién salida de la guerra, la del cuadro de un barrio de monoblocks gigantesco que había sido colateralmente bombardeado y la de su entrenador.

En el barrio del Identidá no había canchas de césped ni de baldosas ni de cemento ni quedaban potreros. Los chiquilines jugaban con una pelota de plástico sobre terrones y piedras entremezclados en los estrechos pasajes vecinales, muchas veces enlodados por la lluvia.

Petrosian fue el único profesional universitario que volvió al barrio después de la guerra. Recordaba sus partidos en la Liga Universitaria, de fútbol atildado, de guante blanco, pero cuando vio que ya no le quedaba ni un sólo jugador con buen pie, porque todos habían muerto o se habían ido, y comprendió que los nuevos lo que habían aprendido era a ganar la posición, a meter codo, rodilla, cuerpo y a ganar las pelotas divididas, porque durante muchos años todas las pelotas que tocaron en sus vidas fueron pelotas divididas, Petrosián creó el Identidá fúbol Clú, un cuadro adaptado a qué hacer con esa realidad. Petrosian era realista.

A posesión de pelota el Identidá no le podía ganar a nadie porque no tenía ni un sólo buen pie en todo el barrio, pero eran de una raza fuerte, dura, corpulenta, resistente y que se jugaba la vida en cada trancada porque la vida les valía bien poco. Tenían un super entrenamiento, porque aparte de las prácticas demoledoras en el Identidá, se subían cada día, varias veces, veinte o treinta pisos por las escaleras de los monoblocks agujerados, donde no funcionaban los ascensores para llegar a sus casas.

Petrosián los organizó para jugar apretados en cuarenta metros y los tuvo todo el tiempo pateando penales en el único patio del barrio que los obuses no había llenado de pozos. La táctica era radical e implacable: al jugador que pasaba la mitad de la cancha lo echaban del barrio.

Al hincha que se equivocaba de lugar en la tribuna, también lo echaban. La hinchada esperaba atenta al sorteo inicial, para ver qué cancha le tocaba a su defensa e irse a gritar de ese lado. Lo cierto es que en esos cuarenta metros, los noventa minutos, los jugadores del Identidá eran impasables, mordiendo, encimando, no dejaban ningún espacio libre de tanto que corrían, les imponían a las detenciones del partido el ritmo lento que mejor se adaptaba a sus físicos y a sus propósitos. Y los hinchas, contra el alambrado, se habían afilado los dientes con las fresas de odontología de Petrosián, para mostrárselos a los rivales y cantar: “a estos putos les tenemos que empatar, a estos putos les ganamos de penal…” Empatando el cuadro ganaba por penales. Eran infalibles. Se habían anotado en torneos de partidos eliminatorios y los ganaron todos durante tres años.

Al tercer año de mantenerse invicto, sin goles en contra (ni a favor) habiendo empatado todos sus partidos 0 a 0 y ganado todos por penales, a Petrosián le ofrecieron la selección de su país, para disputar torneos internacionales donde se podía clasificar como mejor tercero de las series empatando tres partidos y luego salir campeón ganando el resto de los partidos por penales. Aceptó con la condición de que la selección de su país fuese el mismo equipo del Identidá Fúbol Clú, pero para entonces ya había aparecido Kustirica Djazzic.

Djazzic no era un pibe normal del barrio. Todo lo contrario. No tenía la actitud profesional ni la mirada alerta ni el físico corpulento ni el temperamento ni la entrega. Era un flacuchento y esmirriado, que se lo pasaba encerrado en su cuarto dominando un balín con el empeine y la suela, como si la pelotita más viva del mundo fuera un apéndice de su pie. A los diez años bajó a la calle y Petrosian vio que los grandotes tenían enormes problemas para quitarle la pelota una vez que se la daban, porque Djazzic la hacía tan chiquita como el balín, la amasaba, la mostraba, la llevaba dormida en el empeine y de a poco fue encontrando la manera de sacarse a los marcadores de encima con movimientos de danza, los desparramaba en largas apiladas; era chiquito, ligero y escurridizo. Entonces al odontólogo se le ocurrió un argumento defensivo nuevo, porque lo ideal es el balance, el equilibrio, la amornía, pero la realidad es caótica, concreta, singularísima como la identidad. Cuando Djazzic cumplió quince años y ya nadie en el barrio podía sacársela, lo puso en el equipo con la condición de que llevase la pelota dribleando hasta el banderín del córner y allí la mantuviera. Lo fauleaban a cada rato y uno de los grandotes del equipo tomaba la falta con un pase cortísimo a Djazzic que volvía cada vez a recomenzar su show.

Los partidos del Identidá pasaron a transcurrir noventa y dos de los noventa y tres minutos de juego con descuentos, jugados en un cuarto de circunferencia de diez metros con el banderín del córner como vértice.

Un argumento más para el 0 a 0 y la premisa de mantener cerrado el arco rival y concentrada la defensa fue la mayor exigencia de los partidos internacionales, pero cuando el juego del Identidá se internacionalizó, el show de Djazzic comenzó a cotizar en bolsa. Hasta los partidos de la liga donde jugaba el Identidá se pagaban diez veces más caros que los de cualquier otra liga, todo el mundo quería ver el show de Djazzic y la economía del país empezó a crecer de a tres dígitos.

Entonces -y esto Petrosián no lo había previsto-, en el barrio restauraron los edificios, los ampliaron y en las azoteas hicieron grandes estadios de césped natural o sintético, frontones con baldosas y cemento para practicar con balines y con las mejores pelotas. Tenían tantas comodidades que las pelotas que salían de la cancha e iban a caer en la calle desde el cielo, las sustituían sin hacerse ningún drama. Es más, reservaban un fondo para pagar los seguros de los Audi que transitaban en legión por las calles reconstruidas, a los que las pelotas les rompían los vidrios de los parabrisas.

Entonces llegó el día que en el barrio del Identidá ya no marcaba nadie. Todos los pibes querían ser Djazzic y la gastaban, pero ya ninguno trancaba una guinda. Petrosián, sin embargo, seguía siendo defensivo porque ésa era su identidad, mantuvo su defensa cerrada, pero los defensas del Identidá se habían aburguesado, estaban gordos y apáticos de tanto estar parados en su campo, viendo jugar a Djazzic allá lejos, en un córner que ya ni banderín tenía, porque los rivales lo derribaban tratando de marcarlo.

Ocurrió lo inevitable, el gol recibido a partir del siguiente Mundial cada vez que sacaba el otro equipo (ya fuera en el primero o en el segundo tiempo), porque a esa primera pelota no la tenía Djazzic y nadie la marcaba. El Identidá empezó a perder todos sus partidos 1 a 0 y bajó a Segunda. Decidieron echar a Petrosian, pero no fue necesario porque cuando se vio descendido el odontólogo le ordenó a Djazzic que hiciera un gol. El flaco la durmió en la línea debajo del horizontal del arco rival, se puso de espaldas a la red, miró a todo el estadio que se había silenciado expectante ante la sorpresa de la situación. Nadie atinó a marcarlo, a moverse siquiera. Hubo quien prefirió no verlo. En el preciso instante en que Djazzic le dio de taco, Petrosián lo oyó y jaló el gatillo de un fierro que se había llevado a sien en el banco de suplentes.

Contrataron al renombrado Fisher Capablanca, de origen tahúr.

El nuevo entrenador era idealista. No creía en el balance ni en el equilibrio ni en la armonía, proclamaba su ideal caótico y concreto de singularísima identidad. Por eso dijo que no había necesidad alguna de cambiarle el nombre al club, ya que lo que había cambiado seguía siendo una identidad, así que sustituyó a todos los jugadores menos a Djazzic. Puso pibes nuevos, empezó a cambiar ataque por ataque, con su equipo de pibes atrevidos y todos los partidos del identidá pasaron a terminar como los de básquetbol, 80 a 80, 100 a 100, pero los cien goles del Identidá eran todos golazos y los otros simplemente goles.

Las hinchadas de los cuadros rivales, en los entretiempos, se cambiaban de punta en la tribuna para ver el ataque del Identidá, lo mismo que la hinchada del barrio. Tan era así que con las dos hinchadas enfrentadas en una mitad de cada tribuna, entre el primero y el segundo tiempo el estadio hacía como un subibaja. Para tirar los penales se elegía la mitad a tierra con el peso de las hinchadas. Era imposible atajar penales tan cuesta abajo. Los partidos no terminaban nunca porque nadie erraba un penal. Seguían pateando hasta que se cansaban, se hacía la noche o el amanecer y todos se iban del estadio cantando, “y ya lo ve, y ya lo ve, es Capablaca y su balet”.

El problema fue que los goles y los golazos valen todos lo mismo, uno cada uno; por ahora. Entonces el identidá Fúbol Clú sumaba de a un punto, mientras equipos mediocres y discretos, aún perdiendo uno de cada tres partidos, al ganar lo duplicaban en puntaje y si les tocaba patear penales, ganaban o perdían alternativamente, que es más redituable que empatar. Identidá terminó volviendo en tres años a la primera liga de barrios donde había empezado, por muchos golazos que hiciera Djazzic. Y su economía se empezó a enfriar.

Llegó el día en que Identidá fúbol Clú cotizó cero. Se cayeron todas las bolsas, todos los índices económicos, todos los papeles nominales, también los progresos del barrio del Identidá. Entonces decidieron echar a Capablanca, pero éste, que cobraba un sueldón desde el principio, al primer mes que los dirigentes se atrasaron con el pago se la vio venir y se tomó un vuelo a Las Vegas. Cuando fueron a pedirle la renuncia ya no estaba en la ciudad.

Kustirica Djazzic tenía en ese momento treinta años y decidió hacerse cargo del club. Reunió a sus compañeros y les contó que el famoso balín original se lo había regalado cuando eran niños, un amigo que marchó al exilio y ahora era entrenador en México, Ricardo Aroztegui, bajo el seudónimo Karpov Kasparov. Lo llamó al celular y antes de proponerle nada le preguntó qué hacer.

Eso mismo se había preguntado Aroztegui muchísimo antes, una mañana gris de su agitada adolescencia viajando en un tren hacia París. Y finalmente se había contestado, “la cuestión es ganar, o sea: con menos lograr más, considerando las condiciones concretas en las concretas y cambiantes situaciones; porque, como dijo el Prócer, ‘es muy veleidosa la probidad de las identidades'”.

El tiro de esquina sin su banderín.