Uruguay venció al máximo campeón del mundo; escúchelo

Géneros musicales, himnos, cánticos, cantantes en silencio, tribunas participativas, gritos y clásicos. El partido, resumido en una banda sonora.




Federico Valverde, Sergio Rochet, Nahitan Nández y Ronald Araújo durante el Himno Nacional.


20 octubre, 2023
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La música la pongo yo. Veinte años de bailar al ritmo norteño -y a sus pies- fue suficiente; nos despertamos y les apagamos el samba. La previa del clásico fue dominada por la cumbia del interior, y culminó con un intento de canción de tribuna de la mano de La Vela Puerca. Es que la pantalla gigante mostró la letra de “El viejo”, reversionada con la selección como musa, pero el público no acompañó. En el entretiempo, sonó reguetón. Y durante el partido, solo candombe futbolístico, con percusión marcada a pura hacha y tiza. ¿Samba? No, gracias.

 

¿Himnos? ¡No me la compliques! Los jugadores formados en filas. La selección visitante con la mano en el pecho. La orquesta juvenil del Sodre, con su mímica de toque del himno brasilero… pero sin sonido. Se escuchaba, sí, alguna trompeta -de esas que toca fuerte el niño que se te sienta atrás-, algún silbido y algún grito develador de “¡no se escucha nada!”. Pero eso no frenó a una parcialidad de camisetas amarillas que terminó de entonar su cántico en tiempo y forma.

 

Hubiese quedado feo que se solucionara el problema a la hora del himno uruguayo. Por suerte -hubo coherencia en la falta de rigor-, eso no ocurrió. Mientras violinistas y demás músicos se aprontaban, empezó a sonar la grabación clásica, aunque se cortó a los pocos segundos. El público local abucheó la pausa. Los jugadores rompieron filas, pero el himno volvió a sonar. Mano en el pecho para los jugadores y la parcialidad, y: “Orientales: la patria o la tumba”. ¿Los jóvenes del Sodre? Bien, gracias.

 

Músicos de tribuna y cancha. En la platea de la Tribuna América la parcialidad se dio vuelta progresivamente. Los celulares grababan enfocando a los palcos, y un veterano preguntaba: “¿Quién está?”. La respuesta: un personaje dedicado a otro tipo de entretenimiento, el cantante colombiano Sebastián Yatra, quien se encontraba regalando selfies a quienes se le acercaban en uno de los palcos centrales. Finalizado el partido, el artista pidió para entrar a la cancha a regalarse a sí mismo unas fotos en uno de los estadios más importantes de la historia de este deporte. Deseo concedido. Organizadores: ¡muchas gracias!

 

La hinchada cantó otras cosas. En el minuto 10’ del primer tiempo, el árbitro inventó una amarilla para Ronald Araújo, quien no daba crédito a lo que veía. El público sintió el llamado para su ingreso triunfal. Es difícil asegurar que hayan sido los 50 mil, pero gran parte de ellos entonó un canto poco elegante dedicado al árbitro venezolano Alexis Herrera. Luego, Herrera recibiría otro tipo de gritos con dedicatoria, pero ninguno que valga la pena -ni que esté permitido- reproducir acá. Y sí, tranquilos: se cantó el “Soy celeste”.

 

El sonido más lindo del deporte. Un saque de manos de Olivera para la cabeza de Darwin, que devuelve. El lateral filtra para Araújo, quien engaña a Marquinhos y la deja pasar. Gana la posición en velocidad e ingresa al área con comodidad. Era la primera vez que entrábamos cómodos al área. Darwin, el que había pivoteado al inicio, también entró al área cómodo. Y solo. Por eso, cuando Maxi Araújo le tiró el centro, pudo definir agachado sin problemas. Para ese entonces ya se había elevado el típico murmullo que devela la jugada de peligro, y muchos gritos agudos de “dale” y “pegale” habían sobresalido. El murmullo se calla para inflar los pulmones, imitando a la red con la pelota. Y estalla el grito sagrado: “¡Gooooool! ¡Uruguay nomá!”.

 

Un clásico inesperado. En el fútbol hay clásicos. En el picado del barrio están el pan y el queso para elegir equipos en los picados; el golero peligro cuando jugás con uno menos; y el partido puede terminar cuando se enoja el dueño de la pelota. Tanto los picados de barrio como los que mueven millones de dólares son clásicos en los que, cuando un equipo es muy superior a otro en resultado y en juego, si el ganador comienza a abrochar una serie larga de pases, la tribuna empieza a cantar: “Ole, ole, ole”. Una costumbre española, heredada del norte de África. Y que sale a flote cuando el público considera que los artistas -o los deportistas- están haciendo algo que va más allá de sus capacidades naturales. O, acaso, cuando cree que están poseídos por un ser divino.

 

Uruguay no estaba jugando en un nivel superlativo. Tal vez solo estuviera siendo poseído por la convicción de que sí se podía. La celeste le estaba ganando con autoridad a la selección más importante de la historia del fútbol, al que fuera un monstruo enorme para nosotros durante -nada menos- los últimos 22 años.

 

Acababa de empezar el minuto 77’ cuando algunos, en la tribuna, se animaron a tirar un primer “Ole” tímido, que fue potenciado cuando el resto de la parcialidad vio que estaba en condiciones de hacer algo impensado hasta hace meses: mirar a nuestra selección enfrentando a Brasil en una cancha de fútbol y, con una sonrisa en la cara, gritar: “¡Ole, ole, ole!”. No tres ni cuatro, sino muchas veces.

 

Es que se terminó una pesadilla horrible. Una feliz constatación que, esta vez sí, se pudo oír en todo el Centenario.