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El otro lado de la historia

Lejos de los lugares comunes y del repaso cronológico, el autor se adentra en una fecha histórica para analizar la cara B de un fenómeno que cambiaría el fútbol y la sociología en vastas regiones.




Los pies de Alcides Edgardo Ghiggia en la historia eterna del Estadio Maracaná.


16 julio, 2020
Recuerdos

Escribe: Juan Carlos Scelza

 

Miro, escucho, leo. De las inmortales fotos de Alfredo Testoni conocemos cada detalle. El brazo derecho de Ghiggia inicia el festejo que se transformará en abrazo de gol. La oscura pelota parece suspendida detrás del poste que nunca pudo cubrir un Barbosa desplomado, boca abajo, con la cara en la gramilla, escuchando el silencio sepulcral. Podríamos recitar de memoria cada frase y adjetivo de los relatos y comentarios de Carlos Solé y Heber Lorenzo en CX 8 Radio Sarandí, de Enrique “Cheto” Pellicciari junto a Luis Víctor Semino en CX 18 Radio Sport, y de Duilio De Feo con César Gallardo en CX24 “La Voz del Aire”.

 

Empieza a correr el video, y una impecable toma detrás del arco hace foco en la vertiginosa jugada del puntero celeste. Se puede apreciar el polvo que levanta el impacto del zapatazo derecho en la pelota, que pasa entre la mano del guardameta brasileño y el palo izquierdo de su arco. Y el cruce de Ghiggia por delante de la raya de gol en un alocado festejol, frenado por el impulso del cerrense Rubén Morán, de abrazarse con el autor de una conquista tan única como irrepetible.

 

Qué decir que no se haya dicho, qué escribir que ya no esté impreso. Destacadísimos periodistas y calificadas plumas de tan distintas generaciones como nacionalidades han analizado minuciosamente y desde muy diferentes ángulos el fenómeno desatado en la tarde del 16 de julio de 1950. El 2 a 1 ha dado lugar a interpretaciones emocionales, factores anímicos, consecuencias sociales posteriores, y -¿por qué no?- a un intercambio de opiniones sobre beneficios y contrariedades deportivas y hasta de supervivencia en nuestra actual mentalidad, provocadas por el magnífico triunfo celeste.

 

Pasaron setenta años, en los que cada aniversario revive la leyenda. Y no nos admitiríamos el sacrilegio de no recordarlo una vez más en homenaje a tan fantástica gesta. Basta con analizar el calendario del torneo y las condiciones en las que se jugó ese último partido para coincidir que fue un caso inédito y nunca más reiterado. Fue el destino, y sólo él, lo que lo transformó en una final. En realidad, la ronda final propuso un cuadrangular todos contra todos entre los mejores de cada una de las llaves de la primera fase. Fueron los resultados los que le dieron ventaja de una unidad a los locales, que ingresaron a Maracaná conscientes de que, solo con empatar, serían campeones mundiales por primera vez de una copa que habían organizado con ese propósito. Y la hazaña cobra mayor dimensión por el lugar. El Estadio Maracaná es el símbolo de ese torneo, es ícono hasta hoy de todo Brasil, era en ese entonces, y lo fue hasta su remodelación para el otro gran fracaso brasileño de 2014, el escenario deportivo más grande del mundo, y es ese partido con 199854 boletos vendidos  el de mayor concurrencia de Mundial alguno.

 

Como tantas y tantas crónicas, podríamos detenernos en el trámite mismo de un cotejo que, solo sirviéndole ganar, Uruguay debió remontar luego de que Friaça, delantero del San Pablo, pusiera en ventaja a Brasil apenas iniciada la segunda parte. O en el empate de Schiaffino y el posterior gol de Ghiggia para coronar la victoria y obtener el segundo título máximo. Pero ¿qué más decir que no se haya contado, si excelentes documentales y películas nacionales y extranjeras han mostrado el “Maracanazo” desde todas las formas posibles? Libros, fascículos, programas especiales, coleccionistas e historiadores han contribuido a ampliar la caja de resonancia de un hito único.

 

“Tardamos unas horas en salir del estadio. Habíamos pasado el día en Maracaná, porque por precaución llegamos dos horas y media antes de la final. Nos tiramos en unos colchones en el vestuario a descansar, y algunos hasta se durmieron. Cuando volvíamos al hotel y vi la tristeza de la gente, me daba mucha lástima”. En otra parte de la nota realizada en el Museo del Fútbol del Estadio Centenario, Alcides Ghiggia nos dibujó en pocas palabras lo que fue aquel festejo de la noche de la conquista. “Hicimos una colecta, mandamos a buscar sándwiches y cerveza y nos fuimos a una habitación a festejar entre nosotros”, agregaría.

 

En la cancha no hubo podio, escenario y tampoco un pasaje por el palco oficial. El papel con el discurso en portugués dedicado a los campeones, por parte del presidente de la FIFA Jules Rimet, nunca salió de su bolsillo, y es más: sin ceremonia alguna, prácticamente Obdulio Varela le arrebató el trofeo a un dubitativo dirigente que, como el mundo entero, no estaba preparado para el desenlace de aquella tarde. Aún más: no existe registro gráfico del capitán alzando la Copa.

 

El tiempo nos ha llevado las voces de los héroes y, si bien nuestra profesión nos permitió conocerlos y tratarlos desde el respeto y la admiración, como dice el tango “hoy solo queda el recuerdo”. O escuchar, ver y leer las no siempre sencillas de conseguir declaraciones de los grandes campeones, que muchas veces por sencillez y timidez retaceaban el valor de lo conseguido: “Yo no le pegué bien, la quise meter al otro palo pero salió ahí”. Hace muchos años, para una serie de videos que realizamos sobre el Mundial de 1950 lo expresó como en otras tantas entrevistas. Era Juan Alberto Schiaffino, el  jugador más reconocido de esa década a nivel mundial, el que minimizaba su gran gol del empate, acorde a una forma de ser a la que no le haría mella siquiera la idolatría mayúscula del Milan de la que se convirtió en sinónimo.

 

Podríamos detenernos en la “pelota abajo del brazo” de Obdulio tras el gol de Brasil, reclamando una posición adelantada vaya a saber en cuál idioma ante el árbitro británico George Reader, o en la célebre y tan “usada” frase “los de afuera son de palo”, en base a la cual tantos guiones de teatro, canciones populares y textos se han creado.

 

Prefiero recordar otros hechos menos notorios pero más subjetivos que el propio camino uruguayo en aquel Campeonato del Mundol, del que conocemos la facilidad de la goleada ante Bolivia en el debut en Belo Horizonte, con tres goles de Omar Míguez, dos de Juan Alberto Schiaffino y uno de Vidal, Julio Pérez y Alcides Ghiggia, uno de los resultados más abultados en la historia de la selección, solo igualado ante Tahití en la Copa de las Confederaciones de 2013, también en Brasil, y superado por el 9 a 0 ante Ecuador en 1927 en Lima, por el Sudamericano. Los partidos previos a la final ante Brasil, con el empate ante los españoles, con anotaciones de Ghiggia y de Obdulio Varrela, o la trabajosa victoria ante los suecos por 3 a 2, que llegó sobre el final dando vuelta el resultado, con tantos de Ghiggia -quien anotó en todos los compromisos- y dos de Míguez.

 

Así como en el hecho de que un día, después de unos cuantos años que no se veían con Alberto Spencer, invité a Luis Artime a Montevideo para realizar un programa de “Destino Fútbol” en Canal 10. Fueron dos días maravillosos, en los que me limité a aprender y asimilar, dándome el enorme placer de, por si fuera poco, realizar una cena con compañeros de sus años en Peñarol y en Nacional, en una jornada tan rica como interminable en el Hotel Cottage. En otra oportunidad, comenzando el verano de 2012 realizamos el lanzamiento del Parador Fanáticos de Punta del Este en la parada 31 de la Playa Mansa, y nos dimos otro gran gusto: homenajear al gran Alcides. Y las huellas de sus famosos y ganadores pies quedaron para siempre en el cemento junto a las de Sebastián Abreu, a poco de su picada genial en Sudáfrica, en una noche de mucho significado entre el pasado y el presente, la vigencia y la leyenda. Momentos impagables que se atesoran para siempre.

 

Con el tiempo, también pude interpretar mucho más aún el dolor del pueblo deportivo brasileño de esa jornada del 16 de julio. Si el fútbol mundial tiene ganadores, en el podio se encuentra Mário Zagallo. “Yo vi llorar a todo el estadio, esa imborrable imagen no se fue jamás. Estaba realizando el servicio militar y me tocó custodiar sectores de la tribuna, por lo que el partido lo miraba de costado y de a ratos”. En su apartamento de Barra da Tijuca en Río de Janeiro, Zagallo recordó su tristeza de adolescente y también habló de su revancha en 1958, que repitió luego de coronarse campeón en 1962 y de darle una alegría a su país.

 

Podríamos sumar la conocida frase de Pelé: “Fue tal la amargura de mi padre que me prometí ganar un Mundial por él”. Vaya si cumplió; es el único en el planeta en haberlo ganado en tres ocasiones. Si en la indumentaria brasileña predomina el amarillo y en la actualidad se le conoce como “Canarinha”, es pura y exclusiva responsabilidad del equipo orientado por Juan López. Ese 16 de julio murió para siempre la indumentaria blanca con vivos azueles. La CBD de entonces decidió sepultarlo y fue un concurso del periódico Correio de Río Grande, ganado por el joven Aldyr García Schlee, el que instauró el uniforme que utilizó en el Mundial de Suiza 1954 y que se mantiene hasta estos días.

 

Simplemente, con el afán de no ser reiterativos, pretendimos abarcar algo más que el propio episodio. Y qué mejor que tal derivación, singular en la historia del fútbol, para interpretar adecuadamente la dimensión de ese inconmensurable triunfo de hace siete décadas.

La formación de Uruguay en la hazaña del 16 de julio de 1950.