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Ricardo Pavoni, gloria del fútbol continental: “Uruguay es mi patria”

En exclusiva, el ex capitán de Independiente habló con Tenfield de su carrera, de “la matemática de los penales”, del Mundial de 1974 y de monstruos sagrados como Bochini, Johan Cruyff y Pedro Rocha.




Pavoni, con una de las cinco Copas Libertadores que ganó.


10 abril, 2020
Columnistas Las leyendas hablan

Como Hermenegildo Sábat, Horacio Ferrer, China Zorrilla, Fernando Peña, Juan Verdaguer, Natalio Félix Botana, Enzo Francescoli, Walter Gómez, Juan Carlos Mareco, Berugo Carámbula y Rubén Walter Paz, Ricardo Elbio Pavoni Cúneo es una gloria uruguaya a la que los argentinos no han aprendido a querer, sino a adorar.

Y cuántas páginas de ese libro escrito con gratitud y efusividad deberíamos tomar a veces en este lado del río, el mismo en el que Pavoni nació hace 76 años.

Ídolo eterno del Club Atlético Independiente, y figura con su pegada, su velocidad, su marca y su carácter, de la versión más gloriosa que la institución ofreció, Pavoni fue capitán del mítico “Rey de Copas”, con el que disputó 495 partidos y ganó tres campeonatos locales, la Copa Interamericana por partida triple y, en 1973 y contra la Juventus de Dino Zoff, la Copa Intercontinental.

Ex jugador de Defensor, el lateral izquierdo que disputó con la celeste el Mundial de 1974 obtuvo con Independiente cinco veces la Copa Libertadores de América. Dicho de otro modo: Pavoni tiene la misma cantidad de Libertadores que el Club Atlético Peñarol en toda su historia.

Sobre esa carrera extraordinaria, y continuando con el ciclo “Las leyendas hablan”, inaugurado recientemente con Roberto Matosas, Tenfield conversó con este nostálgico perpetuo para el que, con la Biblia abierta del fútbol en la mano, Uruguay es mucho más que un recuerdo luminoso.

 

-¿Cuánto ha alterado su vida y la de sus seres queridos la pandemia que hoy azota al mundo?

-Al principio te causa fastidio y bronca porque no sabés qué hacer, pero llega un momento en el que te acostumbrás y decís: “No tengo más remedio que hacer caso, y no puedo arriesgar mi vida ni la de los demás”. En tu casa vos podés hacer muchas cosas, aunque no estés habituado a quedarte ahí todo el tiempo. Así que ahora estoy viendo más televisión y leyendo más, cambiando un poco la rutina para terminar de adaptarme a esta vida sedentaria.

 

-¿Qué está leyendo?

-Un libro que, justamente, me regaló la Embajada de Uruguay en Argentina cuando me realizó un homenaje, titulado “El Estadio Centenario. Templo del fútbol”, escrito por Alberto Magnone y Mario Romano. Es muy interesante, porque relata con detalles toda la historia del Estadio: cuándo comenzó, por qué se hizo el Mundial, quiénes fueron sus protagonistas, en fin… trae recuerdos.

 

-¿En qué piensa cuando le nombran el Estadio?

-En un montón de cosas. Cuando sos más joven, tu futuro involucra necesariamente al Estadio. En la época en que yo estaba en Montevideo, jugaba el sábado Nacional, el domingo Peñarol, y al revés la semana siguiente. Y cuando a mí, estando en Defensor, me tocaba uno de los grandes, sentía una emoción enorme porque, aunque las chances de ganar eran pocas, sabía que había un montón de gente que iba a ver a mi equipo y, por lo tanto, si tenía la  suerte de andar bien, se podía dar alguna otra posibilidad. Así que me sentía un poco como un caudillo, como si formara parte de un grupo importante que quería vencer a un rival futbolísticamente superior. Se me pasaban muchas cosas por la cabeza. Hay que tener en cuenta que no existía la tecnología que hay hoy para ver a jugadores del exterior. Pero yo pensaba: “Si se me da y llego a andar bien un campeonato, de repente me voy a Peñarol o a Nacional”.

 

-¿Y qué pasó?

-Muy abruptamente, de la noche para el día, por la lesión del “Negro” Tomás Rolan, un compatriota que se rompió el ligamento cruzado en 1964, me llamó Independiente. Mucho después me enteré de que quien me había recomendado había sido una persona que jugó en Independiente en la década de 1930: el futuro abuelo de Diego Forlán, Juan Carlos “Nino” Corazo.

 

-¿En qué medida usted se siente uruguayo y en qué medida se siente argentino?

-Mirá: uruguayo siempre me siento. Hace 50 y pico de años que estoy acá, y me podría haber hecho ciudadano argentino sin ningún inconveniente, porque además la trayectoria que tuve por suerte fue muy buena, y hoy sigo trabajando en Independiente. Pero me siento uruguayo. Uruguay es mi patria y Argentina, mi hogar.

 

-¿Cómo describiría el cariño que diariamente le prodigan los hinchas de Independiente?

-Es difícil explicarlo, porque se siente. Yo dejé de jugar en 1976, tuve la suerte de estar doce años en Independiente y de salir doce veces campeón y, cuando voy a ver partidos, pero también en la calle, la gente me reconoce o de repente lee el apellido en algún lado (risas). Eso te da alegría y te provoca una sonrisa, pero después te causa emoción, porque me dicen: “Mi papá y mi abuelo me contaron de todas sus hazañas”. Y ni que hablar los detalles que me dan las personas de mi edad. Son cosas muy, muy emocionantes, que te hacen pensar que viviste una etapa fantástica. Y cuando pisás la cancha y te acordás de todos los pasos que diste ahí, también te emocionás mucho.

 

-¿Alguna vez se sintió una especie de embajador del Uruguay en Argentina?

-No, porque el mundo estaba menos conectado. Un par de meses después de que yo llegara a Independiente, no te digo que se olvidaron de mí, pero seguramente habrán dicho: “¿Y Pavoni? ¿Dónde está Pavoni?” (risas). Hoy podés ver a los grandes monstruos en tiempo real. En aquella época tampoco existía una especificación contractual que obligara a los equipos a ceder al futbolista a su selección. Con lo cual, si bien había jugado a principios de los años 60 y sentía la camiseta celeste, cuando me citaron para la selección el Mundial de 1974, fue un broche de oro para mí, además de algo totalmente inesperado.

 

-Precisamente en ese Mundial, usted anotó el único gol de Uruguay, y tuvo como compañeros a figuras como Cubilla, Fernando Morena, Víctor Espárrago, Juan Masnik y Ladislao Mazurkiewicz. ¿Cómo fue la convivencia? ¿Le quedó un sabor amargo después de que terminara la competición?

-Sí. Hasta el día de hoy siento esa amargura. La convivencia dentro del grupo era espectacular, y a muchos de los muchachos ya los conocía por haberlos enfrentado en otros equipos. Recuerdo que todo fue bárbaro, que me tocó compartir la habitación con Baudilio Jáuregui, y que no había forma de curarle el resfrío a Cubilla, en una época en la que te ponían el vasito de agua en la cabeza para que te mejoraras (risa). Pero la convivencia era muy buena: con el “Chueco” Masnik, con Pablo Forlán… Todos teníamos la mente puesta en partidos dificilísimos, pero la verdad es que Holanda nos costó mucho. Porta, el entrenador, había ido a  ver un amistoso anterior de ellos, regresó y dijo: “Ya sé cómo pararles el ritmo”. Y yo estaba familiarizado con el sistema, porque había enfrentado al Ajax, la base de esa selección, dos veces. En todos los Mundiales aparece una táctica distinta, desde la doble W, pasando por la zona y llegando al pressing, con el que Holanda en ese entonces no te dejaba salir. Y lo cierto es que nos ganaron muy bien. Creo que tiramos un solo córner en todo el partido (risas). Sentimos mucho la derrota, después empatamos con Bulgaria, cuando hice el gol, y finalmente perdimos con Suecia.

 

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-Por favor, defina a Cruyff.

-Era un jugador muy completo, porque tenía un arranque que le permitía sacarte cinco metros con enorme facilidad, y además porque jugaba por toda la cancha, pues su movilidad, su inteligencia y su potencia para pegarle a la pelota le permitían descuidar en cierta manera la posición, recibir siempre solo, hacer de 4, de 11 o de lo que hiciera falta y, encima, convertir goles.

 

-De las cinco Libertadores que usted ganó, ¿cuál recuerda con más cariño y por qué?

-Hay dos. Una por cariño, que fue la de 1975, y que me permitió decir: “Acá se termina una etapa importante de mi historia”. Y la otra por revancha, por personalidad y por un montón de circunstancias: la de 1973, que ganamos en Montevideo contra Colo-Colo. Primero empatamos en Argentina, luego empatamos de nuevo y tuvimos problemas muy importantes en Santiago, porque ganar la Libertadores en aquella época implicaba subir mucho en el pedestal, y porque para ellos en especial significaba un aliciente muy relevante, dadas las circunstancias políticas. Finalmente, con el arriero que había encontrado a los uruguayos caídos en la cordillera como testigo -un gesto inteligente para que la gente se volcara a favor del más débil, en este caso el Colo-Colo-, ganamos en Montevideo y fue inolvidable. Si repasás la serie, ellos nos cerraron el túnel, tuvimos que pasar por la platea, nos agarraron  a trompadas y a patadas, intentaron amedrentarnos, y algunas cosas más que suceden en la cancha. Pero nosotros pateábamos juntos y parejos, y sabíamos lo que teníamos que hacer.

 

-Para los jóvenes: ¿cómo jugaba Pavoni?

-Aunque te parezca mentira, me considero un jugador simple.

 

-¿En serio?

-Sí, porque nunca inventé cosas ni hice jugadas raras, sino que perfeccioné lo que ya hacía bien.

 

-¿Era efectivo?

-Muy efectivo. Yo marcaba muy bien, era muy rápido, tenía muy buena pegada, podía irme al ataque como lo hacía en Defensor, y también tenía una condición que en Argentina llamaba la atención muchísimo, que era la de salir por detrás del arquero y sacar el gol sobre la raya. Por eso acá se hablaba de “los increíbles cierres del ‘Chivo’ Pavoni”. Pero en realidad corría un metro y medio más por las dudas, cuando salía el arquero, por si se caía o fallaba: yo le cuidaba la espalda a mi compañero, ¡pero también desconfiaba! (risas). Por eso, a comienzos de los años 60, cuando con la selección jugamos un amistoso contra Inglaterra, en un partido saqué tres goles sobre la raya y los diarios ingleses me llamaron “el angel guardián de Wembley”.

 

-Digamos que es importante saber especializarse en aquello en lo que uno es bueno…

-¡Claro! Yo solamente perfeccioné aquello que sabía hacer desde chico: marcar, cerrar, cuidar la espalda de mis compañeros. Fijate que recién marqué mi primer gol después de jugar dos años. Esas cosas van quedando, y la gente las nota. Hay que cumplir con lo que uno sabe. Yo no sé si lo hacía perfecto, como repetía tanto la gente, pero las leyendas, una vez que se instalan, ¡no las podés cambiar! (risas).

 

-Algunos de sus compañeros en aquellos triunfos fueron Ricardo Bochini, Daniel Bertoni, Miguel Ángel Raimondo, Agustín Balbuena y Luis Garisto. ¿Cómo eran ellos como personas y como futbolistas?

-Excepcionales. ¿Sabés lo que pasa? Que de los buenos grupos salen buenos equipos. No había ningún tipo de celos. ¿Y sabés cómo solucionábamos los problemas? Le pedíamos un rato al técnico y al profe, nos sentábamos solos en la mitad de la cancha y nos bajábamos la caña sin ataduras. Entonces, cada uno se comprometía a dejar de lado determinado defecto, y eso hacía que el grupo se fortaleciera. Por otro lado, es cierto que nosotros los partidos difíciles los sabíamos jugar.

 

-¿Qué particularidad emocional tuvo ganarle una Libertadores al Peñarol de Máspoli, de Joya, Gonçalves y Pedro Rocha?

-Fue lindo. Aquella fue mi primera Copa, y tal vez no dimensioné lo que significaba. En la euforia, vos gritás, saltás y te abrazás con tus compañeros, vas al vestuario y festejás. Aunque después, cuando estás en el hotel, ya festejaste de nuevo y te pusiste a pensar en lo que hiciste, en la alegría que puede tener tu familia, en el recibimiento de la gente y en la categoría del equipo al que le ganaste, es una emoción de nunca acabar. Pero por dentro, porque había cumplido con un gran deber. Por fuera sentía la emoción solamente en el partido.

 

-¿Rocha era un fenómeno?

-Total. Pedro le pegaba con un fierro a la pelota y, si bien tenía otro ritmo, hacía todo bien. Otro gran futbolista uruguayo fue Luis Cubilla, quien, como me conocía desde sus tiempos en  River y era pícaro, solía recibir la pelota cómodamente. Fueron muy inteligentes. Y tuve la suerte de jugar contra Spencer, contra Sasía y contra “Ciengramos” Rodríguez.

 

-Usted también enfrentó a Roberto Matosas, un hombre con un talento y una capacidad de autocrítica impresionantes, con el que Tenfield inauguró “Las leyendas hablan”, esta sección.

-Claro, ¡nos enfrentamos! Roberto fue transferido a River por una cifra récord, y creo que nunca se pudo sacar de la cabeza el precio que pagaron por él, porque pensaba que tenía que hacer todo perfecto y por todos. Pero fue un jugador notable, con una técnica hermosísima, cuya única dificultad consistió en no adaptarse cabalmente a un tipo de fútbol con contacto fuerte.

 

-Cuando un jugador de élite está concentrado, difícilmente pueda disfrutar. No obstante lo cual, ¿usted llegó a disfrutar a Bochini en las prácticas?

-El talento del “Bocha” lo veíamos todo el rato. Él era uno de los tipos más rápidos que había con la pelota en los pies. Cuando lo trajeron de inferiores, comenzó a trabajar con nosotros y nos empezó a mostrar todas sus características en los entrenamientos, donde obviamente no le pegábamos como si estuviéramos en un partido, él se soltó. Siempre digo que los grandes equipos que hay en el mundo son defensivamente fuertísimos. Nosotros jamás le dijimos al “Bocha”, y menos a Bertoni: “Bajá un cachito y defendé”. No, no: “Quedate arriba que la vamos a bancar pero, cuando la agarres, encará”. Ese era el lema de los cuatro del fondo.

 

-Hay técnicos que creen que los once tienen que marcar…

-Y someten a los delanteros a un desgaste innecesario. Por eso falta el “9” de punta, o aparece solo. ¿El delantero se viene al lateral? Bueno, fenómeno. Que tape la salida de un volante, en todo caso. Si sos sólido defensivamente como equipo, es difícil que te entren. También es cierto que antes el fútbol era más lento, pero técnicamente más rico.

 

-¿Hay algún futbolista uruguayo que usted disfrute ver particularmente?

-Luis Suárez. Está bien: tiene a los monstruos al lado. Pero él es otro monstruo. Cavani también me encanta. Hay jugadores que me llaman poderosamente la atención porque, aunque sea defensor, los veo y digo: “¡Qué lindo!”. Hacen lo que pienso que haría yo en determinada situación, por ejemplo cuando le tienen que pegar al arco.

 

-Pavoni, como el más contemporáneo Juan Sebastián Verón, tenía una pegada formidable…

-Sí, yo le pegaba fuerte a la pelota y soy el máximo goleador defensivo en la historia de Independiente, pero bueno: cuando me soltaba, sabía que dejaba un callejón vacío en el fondo, con lo cual terminaba la jugada o levantando un centro o rematando al arco. En cierta manera, con el paso del tiempo me especialicé en los penales: eso es algo que entrené mucho, fui el encargado de ejecutarlos en el equipo y, de 42, erré dos.

 

-Impresionante.

-Sí, pero detrás del “¡uruguayo, uruguayo!”, yo sentía: “¡Metela, eh! (risas). No era: “Bueno, le erré”. No: yo no quería errar y, cuando vas acercándote el arco, se te va achicando. Más ahora, con los goleros altos que hay.

 

-Conceptualmente, ¿usted resalta la potencia, como Diego Forlán, o la colocación, como Enzo Francescoli?

-Depende del jugador, ¡pero les tengo pánico a los que le pegan despacio a la pelota! ¿Vos sabés que el “Bocha” no pateaba penales porque no llegaba al arco?

 

-¿En serio?

-¡Claro! Burruchaga, por ejemplo, tenía la especialidad de cambiar la dirección de la pelota en una milésima de segundo antes de pegarle: verlo era espectacular, y el arquero iba siempre al otro lado. Después estábamos los que pateábamos fuerte. Desde mi punto de vista, el penal es una matemática.

 

-¿Se acabó el lugar común del azar?

-Es que para mí no es una lotería. Entre dos puntos, la forma más rápida para llegar es la línea recta. Entonces, como soy zurdo, le tenía que pegar a la derecha del arquero, de manera tal que la curva que daba la pelota no le brindara más posibilidades. Después, si le pegás a media altura o abajo, también le das más chances de tapar. Pero el golero no se tira nunca para arriba. Generalmente está agazapado y va hasta cierta altura.

 

-¿Usted cree que el “Loco” Abreu estuvo bien en el Mundial de 2010?

-Estuvo perfecto, porque la metió (risas). ¿Qué me hubieras preguntado si el arquero se hubiera quedado parado?

 

-Si no fue un inconsciente…

-(Ríe) Mirá: en el año 1974 salimos campeones de América con Independiente contra el San Pablo, después de ganarle el tercer partido en Santiago de Chile. Lo que sucedió fue que en una jugada importante la pelota le cayó en la mano a Pablo Forlán, pobre, y fue penal. Yo le pegaba arriba, sobre la derecha del arquero, como te dije antes. Pero ese tipo de partidos te obliga a pensar distinto. Así que cuando coloqué la pelota y los brasileños me empezaron a decir cosas como para ponerme nervioso, comencé a recular los cinco pasos de siempre y pensé: “Esta es la final de América. Si hago el gol, salimos campeones y, si lo erro, nos matan a todos”. Con lo cual pensé por el arquero y me dije: “Tiene que ser demasiado cobarde para quedarse parado”. Así que no arriesgué, pateé al medio del arco y la metí (risas).

 

-¿Usted es nostálgico, Ricardo?

-En cierta medida, sí. ¿Te acordás de lo que hablamos de Uruguay-Holanda?

 

-Claro.

-Bueno: en el debut del Mundial de 1974, no es que yo no haya cantado el himno, sino que estaba pensando en mi viejo y en mi hermano. En ese momento volvió a mi cabeza toda mi historia de chico, cuando mi viejo se levantaba, me hacía la leche, me acompañaba a las inferiores de Defensor y, terminado el entrenamiento, me traía de vuelta. También me acompañaba mi hermano, que tenía unas condiciones futbolísticas tremendas pero no le gustaba entrenar. Entonces, cuando sonó el himno todo eso me llegó de una forma impresionante, como diciendo: “Gracias al sacrificio de ustedes dos, yo estoy en un Mundial”. Es una cosa que, te juro, la cuento y se me pone la piel de gallina, porque me la voy a llevar conmigo.

 

-Hermoso. ¿Qué es Defensor en su vida?

-Es el equipo del sueño. Yo quería jugar al fútbol, y Defensor me dio la posibilidad de mostrarme como quería de chiquito: en un equipo de primera división que, además, era de mi barrio. Todo el mundo habla del técnico de Primera, pero yo quiero agradecerles a los de inferiores -Acerenza y Willy Píriz-, que son los que te llevan, los que se enojan con vos si no hacés determinadas cosas, los que te corrigen y los que finalmente le recomiendan a su colega de Primera, en este caso Hugo Bagnulo, que te suba. Y Hugo me llevó, me entrenó y me dijo: “Ricardito, usted marque, quite y no haga más nada”. Y así lo hice en las prácticas, hasta que debuté contra Danubio y ganamos, con gol de Luis Román.

 

-Ricardo, esencialmente, ¿qué diferencia a los hinchas argentinos de los uruguayos?

-Los argentinos son más efusivos, pero más exigentes. En la época de oro de Independiente, nosotros éramos Gardel, Le Pera y las cuarenta guitarras, pero siempre querían una copa más. ¡Pará un poquito, che! (risas). Y si sos uruguayo, peor, por el asunto de la garra. Cuando empezás en un equipo uruguayo, te tenés que llevar los zapatos, la ropa, todo. Y cuando vas a un equipo grande argentino y ves que te empiezan a dar cosas que antes tenías que cuidar y lavar vos, valorizás más todo y hacés lo imposible por mantenerlo. Ahí no está solo la garra charrúa, sino también tu personalidad.

 

-¿Usted se arrepiente de algo?

-Deportivamente, gracias a Dios no, y en lo personal puedo haber hecho alguna macana, pero está todo solucionado.

 

-¿Y qué va a hacer Pavoni en sus próximos 76 años de vida?

-Mirá: yo no digo que tengo 76 años, sino 20, porque los otros 56 ya los usé (risas). Así que voy a empezar a gastar mis años de vuelta.

 

 


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