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Un efecto que no tiene cura

El autor se refiere con lucidez y hondura al modo en que el Maracanazo impregnó culturalmente a un país que durante décadas vio detrás de cada segundo, tercer o cuarto puesto un fracaso imperdonable.




Luis Suárez y Jorge Fucile, ausencias de nota en la semifinal de Sudáfrica 2010, cuyo resultado negativo no impidió que el pueblo recibiera con algarabía a la selección.


17 septiembre, 2020
Fútbol Uruguayo

Escribe: Juan Carlos Scelza

 

Brasil, México y Sudáfrica son las escalas más sobresalientes del recorrido de la historia del fútbol uruguayo. Enmarcar en estos tres destinos más de cien años de algunos resonantes triunfos puede pecar de injusto.

 

Por supuesto que la generación de comienzos del siglo anterior tendrá por siempre el respeto de haber sido con sus múltiples éxitos el punto de partida que estableció la costumbre ganadora que se trasladó década a década entre los aficionados.

 

Las victorias de los grandes ante Benfica, Panathinaikos o Real Madrid, los títulos continentales en las décadas del 60 y del 80 y las Intercontinentales ganadas en Tokio revitalizaron ese instinto ganador que ha marcado diferencia con la mayoría de los rivales.

 

Con cariño y admiración, se recuerda el cada vez más lejano logro de las medallas doradas en los Juegos de 1924 y de 1928. Sentimos orgullo y nos golpeamos el pecho al expresar que en este país se realizó el primer Mundial, y que Uruguay conquistó la primera Copa del Mundo en 1930. Sin embargo, nada marcó tanto a la sociedad como aquel 16 de julio de 1950.

 

El asombro universal por aquella remontada ante tanta adversidad condenó cada intento de triunfo que se desvaneció por virtudes de los rivales, errores propios o circunstancias que encierran el amplio espectro que va desde una mala preparación, falta de suerte, una mala gestión, un error arbitral o simplemente por una floja generación.

 

La resignación no es buena compañera del éxito, y esa forma de sentir ha diferenciado a la selección uruguaya de la inmensa mayoría de países que aplauden el esfuerzo sin condenar la derrota. No es menos cierto que esa forma de encarar la competencia limita en su conformismo las chances de victoria y transforma la convivencia con la derrota en una moneda corriente de efectos culturales aún presentes.

 

5 de julio de 1997. La virtuosa Argentina de Pékerman, que contaba entre otros con Riquelme, Cambiasso, Samuel, Scaloni y Romeo, daba vuelta el trámite favorable a un Uruguay que se había puesto en ventaja con gol de Pablo García. Así, se coronaba campeona del Mundo Sub 20 en Kuala Lumpur.

 

Un poco como reacción a los magros resultados del combinado mayor y al desorden organizativo, y otro como respuesta al buen rendimiento y al esfuerzo de la expresión futbolística del equipo de Púa, la reacción montevideana, sobre todo en los más jóvenes, lejos de llorar una final que se perdía después de haber estado en ventaja, se tradujo en bocinazos y en banderas al viento que aplaudían el desempeño por encima de la derrota.

 

Unos días después, al llegar del extenso viaje desde Malasia en un vuelo del Hércules que por una determinación gubernamental los fue a buscar a Buenos Aires, más de 300.000 personas salieron a la calle desafiando el intenso frío y algunos momentos de lluvia intensa para saludar, aunque más no fuera a la distancia, aquella chata improvisada que a paso de persona llevaba a toda la delegación desde Carrasco al Centenario.

 

No era un festejo -no lo permitiría la forma de encarar los partidos de los uruguayos-, pero sí era una interesante exteriorización, encabezada por generaciones cuya edad no les había permitido saborear vueltas olímpicas, y que solo conocían los grandes triunfos por boca de padres y abuelos.

 

Trece años después, la explanada del Palacio Legislativo situó en el estrado a la selección de un emocionado Tabárez que habló para más de medio millón de personas que invadieron la Avenida del Libertador solo con el propósito de testimoniar su afecto para aquel equipo con el que los hinchas se identificaron, y que había alcanzado el cuarto puesto en Sudáfrica.

 

Holanda se había cruzado en el camino, dejándonos sin final. Cinco días después, y fiel a la tradición que confirma que Uruguay no es bueno para los terceros puestos, Alemania sacó del podio mundialista a los celestes. Sin embargo, en el Mundial en que un oriental fue el mejor de todos, no hubo drama. Y a la desazón inmediata de tres millones frente a los televisores, surgió de forma casi espontánea el reconocimiento por lo vivido.

 

Sin televisación directa, con la radio en el oído, y el relator elegido en el dial, el grito de gol había en otra ocasión retumbado en cada casa, después de que una genialidad de Cubilla dejara a Espárrago de cara a la red para ganar en el final del alargue y eliminar a los soviéticos, clasificando a las semifinales de México 70. El camino fue el mismo que cuando se editaron el penal mal ejecutado por el ghanés y la emblemática picada de Abreu. En lugar de holandeses y alemanes, fueron brasileños y germanos los que condenaron a los celestes dirigidos por Juan Eduardo Hohberg al cuarto lugar.

 

Algún familiar muy cercano, algún amigo de fierro y poco más. El pequeño viejo aeropuerto recibió en la más despiadada indiferencia a aquella delegación golpeada por la crítica que la condenó por haber fracasado.

 

Hacía solo veinte años que había ocurrido el Maracanazo. Obdulio Varela, aunque su forma de ser hacía que evitara los micrófonos, era fuente de consulta. Máspoli y Schiaffino estaban vigentes como técnicos, y Alcides Ghiggia se había retirado como futbolista en Sud América solo dos años antes. Los coletazos de la gesta alcanzada en Brasil condicionaban y no daban espacio para ni siquiera considerar aquello como una buena gestión. Los acontecimientos posteriores a nivel clubista habían potenciado la costumbre ganadora. Y hasta la obtención como local del Sudamericano de 1967 generaba una lógica expectativa que se desvaneció al perder en la semifinal de Guadalajara ante el fenomenal Brasil de Pelé.

 

A Maracaná le debemos todos un instinto de rebeldía que aflora ante la adversidad en cualquier actividad, pero también no ha dejado espacio para el elogio, aunque no se haya alcanzado el objetivo.

 

Sin restarle importancia en lo más mínimo a la magnitud del logro de 1950, y sabiendo que es una grifa que por siempre acompañará al fútbol uruguayo en el reconocimiento internacional, solo el tiempo que nos aleja cada vez más del acontecimiento acomoda en cierto modo la trascendencia y las derivaciones de lo alcanzado.

 

Ejemplo de no resignarse y emblema de combatividad, Maracaná ha marcado el temperamento general de los uruguayos. Penalizar toda derrota asemejándola a un fracaso es una herencia del 16 de julio tan nociva como darle la espalda a esa parte de la historia y sembrar un conformismo que raya al límite de la frustración en la que todo da igual. Así, solo puede ser lógico que nos crucemos de brazos a contemplar con complicidad cómo los triunfos son, tal como exactamente parecen, cada vez más lejanos.